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Un espiritu histórico no puede tener dudas de que ha llegado el momento de la resurrección del pasado, de la afirmación del presente y la esperanza del futuro. Esto es parte de ello.
1898, alternativa radical y apogeo del estadoísmo

1898, alternativa radical y apogeo del estadoísmo

Mario R. Cancel Sepúlveda- El separatismo puertorriqueño del siglo 19 fue un semillero de proyectos innovadores. El anexionismo, el independentismo, y el confederacionismo en todas sus dimensiones culturales, ya fuese hispanizante o pluricultural, surgieron del seno del separatismo. Las interconexiones entre aquellas propuestas fueron numerosas. El separatismo confederacionista, por ejemplo, se propuso la integración de las Antillas a Estados Unidos o a la Gran Colombia. Su interpretación como una forma del anexionismo más allá de la Nación es legítima. Pero la construcción de una confederación soberana no le fue extraña. La necesidad de asegurar la independencia de las pequeñas naciones ante la rapacidad de los imperios Europeo-Americanos, explicaba su disposición a disolver la nacionalidades en un hipernacionalismo nntillano de lógica kantiana.

Los fundamentos del separatismo eran simples: había que apartarse de España a toda costa por el carácter retrógrado de las prácticas políticas, jurídicas y económicas hispanas. La Monarquía representaba la negación del Progreso y la Modernidad. La forma final que tomara la Res Publicae, no era una prioridad, por lo que el asunto de la anexión o la independencia futuras, fuese individual o colectiva, resultaba lesivo para la causa. Las cuestiones de táctica y estrategia estaban sobre la mesa: lo que importaba era la separación. Lo demás podía esperar.

La riqueza ideológica del separatismo, sin embargo, ha sido obscurecida por la insistencia a vincularlo con el independentismo y el nacionalismo, tal y como maduraron en la segunda parte del siglo 19. Se confía más en el testimonio de Ramón E. Betances que en el de Roberto H. Todd, con un cierto maniqueísmo simplificador. Por otro lado, si anexión e independencia eran los extremos ideológicos en disputa, el balance de ambas dentro del separatismo nunca se ha discutido. La idea de que el anexionismo dominó el separatismo puertorriqueño, como ocurrió en ocasiones en la experiencia cubana, sigue siendo una aporía para la interpretación nacionalista, pero no deja de ser una idea tentadora.

En mayo de 1868, el Gobierno Superior Civil de la Isla de Puerto Rico sospechaba que la conjura que se cernía sobre Puerto Rico y Cuba, la que condujo a los gritos de Lares y Yara, buscaba la anexión a Estados Unidos. Se sospechaba que los activistas de Nueva York mantenían un comité en Madrid. El separatismo anexionista de 1868 se nutría del mito de la América Libre joven y poderosa, capaz de retar a la “vieja Europa (…) llevando adelante la célebre doctrina Monroe”. Aquellos ideólogos estaban lejos de concebir a Estados Unidos como un imperialismo amenazante. Se sostenía que el futuro de las islas había “sido trazado por la sabia mano de la naturaleza”, el Dios de la Ilustración. La imagen de que cierto Destino Manifiesto Antillano se hallaba detrás de la ansiedad anexionista, no resulta excesiva. La anexión era inevitable por dos razones: por su “posición geográfica”, y por las “necesidades de la política”.

El temor de que “los voraces yankees nos absorverían” (sic) era ridiculizado. La argumentación era terminante: “los que temen la absorción tiemblan ante una quimera forjada por su propia mente”. El argumento cultural que esgrimía la oposición no tenía validez alguna para estos teóricos, ante los beneficios políticos y económicos que reportaría. Lo que estaba detrás de la tesis anexionista era la esperanza de que la integración de Puerto Rico y Cuba a Estados Unidos, fuese por el mecanismo que fuese, las liberaría del empantanamiento histórico-social, y las pondría en la ruta del Progreso y la Modernización. Como decía Betances en otro contexto, España no podía dar lo que no tenía. La anexión era la garantía de la libertad, el sueño hegeliano y liberal, incluso si Estados Unidos tuviese que recurrir al vulgar recurso de una compraventa como se propuso bajo la administración de James Buchanan (1857-1861).

En 1903 el intelectual puertorriqueño J. J. Bas publicó el artículo “La Confederación Antillana” en respuesta a unos cuestionamientos del señor Carlos Casanova. Bas era un hostosiano y un confederacionista convencido. Pero el contenido de su confederación tomó otro cariz tras la separación de España. El periodo pos invasión cambió el lenguaje político radicalmente. Para Bas, la unidad de Cuba y Puerto Rico sería la clave de una futura Unión de las Antillas. En ello no difería de Betances o de Hostos. Bas decía que la Confederación era “cosa tan fácil, como que la hacen los Estados Unidos”. La ruta de la idea había hecho su periplo: de gestión de los Antillanos, la Confederación había evolucionado a gestión del Congreso y la Presidencia. El acicate de unas Antillas Unidas estaba ligado al hecho de que, en ambos territorios, Estados Unidos había hecho de las suyas, diseñando una relación neocolonial en Cuba, y concretando el tutelaje colonial mediante la Ley Joe Foraker de 1900 en Puerto Rico. Lo mismo en 1868 que en 1903, la culminación del relato liberal -la libertad- se consumaba de modos que contradecían el imaginario romántico de la lucha heroica por la independencia. La libertad se equiparaba a la integración al “otro”.

Un problema de la interpretación de estos asuntos en la historiografía puertorriqueña ha sido que la conveniencia o inconveniencia de un proyecto político como la anexión, se evalúa a la luz de una complicada postura moral. El compromiso de defenderla u oponerse a ella se convierte en una camisa de fuerza. Filosóficamente, se plantea un problema mayor: ¿puede la sujeción de la nación al “otro” leerse como la consecución de la meta de la Libertad? Es cierto que para los anexionistas esa pregunta es fácil de responder. Pero para los independentistas, la idea de la Libertad y la de la anexión son mutuamente excluyentes.

Una (re)visita a la opinión vertida al filo de la invasión del 1898 por los testigos del proceso podría resultar interesante. Prescindir de la postura nacionalista que ve la anexión como una opción retrógrada y reaccionaria, resultaría saludable. La condición de la independencia como signo exclusivo de la idea de la Libertad, limita las posibilidades de interpretación de un proceso complejo que sigue despertando pasiones entre los comentaristas.

La conmoción del 1898 produjo un fenómeno interesante: las voces públicas más visibles de la elite política local favorecieron la anexión y solicitaron la estadidad para el país. La anexión había sido un concepto quefijaba el protagonismo del proceso en Estados Unidos: o nos invaden o nos compran, qué más da. La Estadidad-Statehood o “condición de estado”- traducía la situación a un lenguaje jurídico. No bastaba con ser anexados: la invasión de 1898 lo había hecho, pero la estadidad no estaba en el horizonte. Los anexionistas convencidos como José Celso Barbosa, tuvieron que reconocer que el camino hacia la Libertad no estaría exento de tropiezos.

Un lugar común en la historiografía del 1898, una vez aclarados los nudos de resistencia a los invasores, es reconocer la celebración del hecho una vez consumado. La elite política local alcanzó un tipo peculiar de consenso. Luis Muñoz Rivera y José De Diego, que habían militado en el Partido Unión Autonomista; Barbosa quien dirigió el Partido Autonomista Ortodoxo, se acomodaron de inmediato a la nueva situación. La petición de que se diera a Puerto Rico la “condición de Estado”, figuró en el programa del partido Republicano y del Federal. Del mismo modo, el liderato de la Sección de Puerto Rico del Partido Revolucionario Cubano, encabezado por Julio Henna y el señor Todd, coincidieron. Los Separatistas fueron consecuentes con su actitud: ofrecieron su “Plan de Invasión” y un cuerpo paramilitar de apoyo -los Porto Rican Scouts– a los invasores. Incluso, informaron sobre las defensas de España en Puerto Rico en la Oficina del Secretario de la Marina, Theodore Roosevelt, y en julio de 1898, Antonio Mattei Lluveras y Mateo Fajardo Cardona, presionaron para que los exiliados acompañaran a los americanos en la aventura. Como organización la Sección… se comprometió a no solicitar la soberanía tras la invasión. El mismo Betances en una carta escrita a Henna el 16 de abril de 1898, desde su lecho de enfermo en Arcachón, Gironde, llegó a afirmar que “valdría más llegar a formar un estado en la Unión que seguir siendo españoles”. En esto no difería nada de los anexionistas de 1868.

La culminación de la anexión con la estadidad disfrutó también del apoyo popular: artesanos y obreros urbanos, los ensoñados herederos de los libertos de 1873, abrazaron con sinceridad el ideal. Numerosos trabajadores diestros y no diestros de la ruralía, mostraron una inusitada confianza en que la democracia americana reconocería sus derechos laborales y restablecería el orden. La clase profesional y una parte de la intelectualidad, confiaron en la promesa de Progreso lanzada por los estadounidenses. Incluso las “fuerzas vivas” de la colonia, los productores de azúcar, café, tabaco y frutas, la vieron como una oportunidad para el crecimiento. Los azucareros pensaron que la nueva soberanía podría sacar a la industria de su larga crisis. Y los caficultores y torrefactores estuvieron contestes en que después de la paces, se abriría el mercado del café en aquella nación. Resulta interesante la plasticidad de los boricuas de entonces. En Ponce los comerciantes medianos y pequeños, intentaron adaptarse con celeridad al cambio y comenzaron a presentar sus ofertas en inglés con el propósito de atraer / seducir al invasor / consumidor. Atribuir estos hechos a la confusión o al arribismo político, resulta insuficiente.

Es cierto: el 1898 significó una cosa para el 1930. Pero el 1898 del 1898 identificó la invasión con el esperado sueño de la modernización. Lo que me parece es que, para los puertorriqueños del 1898, el evento significaba que se cerraban las puertas de la independencia y de la autonomía. Incluso, intelectuales de la talla de Rosendo Matienzo Cintrón y Rafael López Landrón, llegaron a conceptualizar el 1898 como una revolución única porque se trataba de una revolución sin sangre. Pare ellos el 1898 equiparaba y superaba al 1789 francés. En el fondo, ambos pensaban el problema como los anexionistas del siglo 19, y como aquellos y como Betances, manifestaron un vigoroso menosprecio al carácter retrógrado y oscurantista de España.

La impresión que queda al cabo es que la estadidad fue no solo la respuesta colectiva más visible, sino la alternativa radical a la desaparición de la soberanía española en 1898. Aquel era el momento para anexar a Puerto Rico sin la menor resistencia. En ese sentido, la conveniencia de la anexión y la estadidad, y su conexión con el relato liberal, debe ser reevaluada desapasionadamente. Si el Puerto Rico que la reclamaba era masa amorfa o pueblo consciente, es indiferente. Se trata de una consideración que enmascara el hecho de que la imagen de la estadidad en 1898 y hoy, son distintas. La pregunta que queda en el tintero es ¿cuándo la estadidad dejó de ser la alternativa radical? A esa pregunta intentaré responder en otro momento.

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