Los Bailes: Esta era la diversión más estimada para aquellos isleños. Los celebraban con notable frecuencia y sin más motivo que el de pasar algunas horas en franca alegría. El iniciador del baile invitaba a sus compañeros de jolgorios, estos difundían la nueva por el territorio y a la hora del jaleo acudía a centenares la gente de buen humor. Como las casas eran reducidas, una parte de los concurrentes quedaba en sus bajos, mientras la otra bailaba en el salón. Salían a bailar de uno en uno o de dos en dos. La mujer que salía a bailar, si estaba descalza, o no lo hacía hasta ponerse chinelas que tomaba prestada a la que las tenía. Calzada, salía con sombrero puesto y bien adorando y comenzaba a dar vueltas por la sala de manera tan acelerada, que parecía una exhalación. El hombre que bailaba se situaba en un extremo, puesto el sombreo de medio lado, o a medio ganchete, como diríamos hoy, el sable cruzado a las espaldas; no mudaba de sitio ni hacía otro movimiento que el de alzar y bajar los pies con celeridad y fuerza, si se paraba sobre alguna tabla desenclavada, echaba el resto de su habilidad, pues empezaba a hacer todo el ruido posible para acallar la música y los cantos, consiguiendo de esta manera que solo se oyera el taconeo de sus pies descalzos.
Durante el baile, las esclavas recorrían la sala con fuentes de masa de harina con lecha y miel, frascones de aguardiente y tabacos para fumar, que servían a la concurrencia.
El Compadrazgo: La circunstancia de compadres era vínculo muy estrecho entre los isleños. Para un compadre no había nada reservado. El hermano que acompañaba en la boda a otro hermano o hermana, o servía de padrino de bautismo o confirmación a algún sobrino, ya no le llamaba hermano y sí compadre, pues este tratamiento lo consideraban más cariñoso y más íntimo.
Sus Fiestas: Las fiestas más significativas las celebraban con corridas de caballos, en las que hacían gala y alarde de sus destrezas.
Muchos, los pudientes, se esmeraban en llevar las sillas, mantillas y tapafundas, de terciopelo bordado o adornado con ricos galones de oro, mosquiteros de lo mismo, freno, estribo y espuelas todo de plata. Los más pobres cubrían sus rocines con infinidad de cintas de varios colores, adornándoles las crines, y jaeces con gusto y primor, sin pensar para nada en que tuvieran que vender, o de otro modo, deshacerse del mejor objeto ganado para lucir en la corrida.
Su Devoción: Los domingos y demás días feriados, bajaban de las alturas para acudir al pueblo a oír Misa. Cuando se enfermaban, avisaban al Cura, quien iba a caballo hasta la casa del paciente para confesarle y administrarle los Santos Sacramentos. Traían los difuntos a enterrar a las iglesias, a no ser que el suj eto hubiese fallecido de viruelas u otra epidemia. En este caso los inhumaban en las haciendas de su residencia y cerca de un árbol. Pasado uno o dos años, desenterraban la osamenta, la llevaban a la iglesia y se les hacías exequias y ceremonias, según la calidad y posición del sujeto.
Eran muy devotos de Nuestra Señora. Todos llevaban Rosario al cuello. Rezaban dos o tres veces al día; y todas las familias al levantarse de su cama empezaban el día con este santo ejercicio, que repetían a la hora del medio día y al acostarse.
Su Labor Agrícola: Para el ejercicio de sus labores agrícolas, las más fecundas y provechosas para el hombre, de las que surgen otras riquezas y otras labores de grandísima utilidad y de incalculables beneficios para las comunidades, no contaban nuestros predecesores, en la época a que venimos refiriéndonos, con otros instrumentos para surcar la tierra, para la tumba de montes y de más faenas del campo, que con el machete y el hacha. Muchas veces abatían las malezas con fuego. Con la punta del machete o con la de un pedazo de palo hacían horadaciones en el terreno para enterrar semillas de tabaco, maíz, frijoles, arroz, batatas y otras diversas legumbres, a cuyo cultivo dedicaban pequeños pedazos de tierra llana, que les daban cosechas suficientes para la subsistencia.
Sus zonas de cultivo eran, generalmente, las faldas de las montañas, pues las vegas las dedicaban exclusivamente a la crianza de ganado.
Según Fray Iñigo Abad, y Lasierra, aquellos isleños consideraban una bajeza toda aplicación al trabajo, viendo en éste una labor propia de esclavos. Eran, además, muy propensos a la adquisición de fortunas rápidas.
Se dedicaban con esmero al cultivo del café, porque requería poco cuidado y tenía salida segura, pues los extranjeros lo solicitaban mucho por la excelente calidad del aromático grano, el que vendían en cáscara por no tener molinos para limpiarlo.
Cultivaban también mucha yuca, ya que de ella hacían el llamado pan de cazabe. Del cerrín de las raíces de esta plantación, cuajado al calor del fuego, hacían tortas de pan que eran de uso común y lo preferían al pan de maíz. Las regiones secas y arenosas eran utilizadas para esta clase de cultivo.
Las cosechas más abundantes eran las de maíz, frijoles y arroz. Estas sementeras tardaban dos meses en madurar sus frutos. El maíz daba una sola cosecha abundante, y el arroz tres, y a veces, hasta cuatro.
Cuando el maíz y los frijoles estaban ya en granos, sus cosecheros los vigilaban, ahuyentando las cotorras, cuervos, periquillos, y otros pájaros que en bandadas acudían a comerlo, dando gritos, sonando cañas y tocando cencerros.
Esta vigilancia la ejecutaban con admirable comodidad desde el interior de sus viviendas o bajo la sombra de un árbol, tirados en sus hamacas y fumando cigarros.
Cuando advertían la llegada de las aves, sin salir de su hamaca, tiraban de una cuerda para hacer sonar los cencerros que estaban colgados de algún árbol próximo a la rala. En esto se ocupaba toda la familia del cosechero.
Cogida la cosecha de maíz, hacían yuntas o manojos con las mazorcas y las colgaban de varas tendidas de un extremo a otro del techo de la casa, tomando cada día la cantidad precisa para el consumo.
A pesar de la desidia isleña, del poco afán que demostraban por el cultivo de sus tierras, de la pésima preparación de sus ralas o sementeras, era admirable la multiplicación de sus familias, sin otra labor que la de regar la semilla sobre un suelo mal desmontado y peor atendido.