
Bolívar, la Independencia de América y el presente
Mario R. Cancel- Mi relación con la Independencia de América se ha desarrollado a través del signo de Simón Bolívar. Ha sido parte de una transacción simbólica. Un Bolívar imaginado se fue constituyendo en un segmento de la inteligencia política puertorriqueña desde el siglo 19. Durante el siglo 20 no se ha hecho sino refinar aquel producto con un mínimo de ajustes cosméticos. En cierto modo, no podría ser de otra manera. Ha sido la manera más perspicaz de pensar el acontecimiento bolivariano y apropiarlo en un país que nunca vio su independencia y cuyas mayorías terminaron por despreciar aquel proyecto político.
Tres desencuentros
El primer desencuentro, maduró a través de la indagación sobre las relaciones del Libertador con un general y ventrílocuo puertorriqueño: Antonio Valero de Bernabé. Corría el verano de 1990 y se conmemoraba el Bicentenario de Valero en el contexto de Quinto Centenario del Descubrimiento de América. Aquellas dos conmemoraciones, pienso ahora, conectaban el alfa y el omega de España en América de un modo transparente. Por aquel entonces, ya se había inventado el eufemismo “encuentro de dos mundos” para suavizar la violencia que generó aquella relación asimétrica entre el Occidente adolescente y unas sociedades ancestrales de lo que luego se denominó las Indias Occidentales.
Lo que me interesaba entonces era el lugar común del compromiso bolivariano con la independencia de Puerto Rico y el papel que ocuparía, si alguno, este país en la utópica Unidad Hispanoamericana. La idea de que Puerto Rico y Cuba debían ser parte de ella, era todavía un dogma dentro de la interpretación nacionalista. Traducía un forma romántica de la solidaridad y servía para colocar a las rezagadas Antillas en el interior del otro “sueño americano”. Para mi sorpresa, todavía era capaz de sorprenderme, la modernidad de la diplomacia bolivariana era proverbial, y su pragmatismo político le impedía tomar cualquier decisión que hiriera los sentimientos de los americanos o los británicos.
El discurso de la unidad hispanoamericana y la necesidad de integrar a las Antillas a aquella comunidad, se minimizaba ante el poder del capital internacional y la deuda pública de la América Libre. Mi imagen de Bolívar y con él la Independencia, poniendo un pie en Vieques el 5 de agosto de 1816, perdió su contenido mágico. Por entonces había vuelto a leer los apuntes manuscritos de los hermanos Juan Augusto y Salvador Perea sobre aquel asunto. La visita monumental al contencioso Vieques, isla que tanto preocupó a Pedro Albizu Campos a su regreso de Nueva York en diciembre de 1947, recuperó el cariz de un mero accidente o naufragio.
El segundo desencuentro ocurrió hacia el 2003. Un manuscrito de Bolívar fechado un 11 de noviembre –faltaba el año- ordenaba la preparación de una letra de cambio por 200 libras a favor del General Rafael Urdaneta, compañero de armas de Bolívar en Carabobo en 1814. El dinero se giraría contra la Compañía de Minas de Bolívar. El libertador estaba negociando desde 1827 sus Minas de Aroa con aquella firma que tenía cede en Londres. La nota abría con las palabras “quisiera tener una fortuna material que dar á cada colombiano; pero no tengo nada. No tengo más que corazón pa(ra) amarlos y una espada pa(ra) defenderlos.” La melancolía romántica de aquellas palabras, repetidas tantas veces en aquel momento de su vida, me conmovió.
La carta estaba en San Germán, laminada y cumpliendo la función de un adorno en la vieja casona que había servido de residencia temporera de Lola Rodríguez y Bonoció Tió, luego hogar del ingeniero Aurelio Tió. La viuda del general Urdaneta había regalado el documento a la poeta puertorriqueña probablemente durante la estadía de la escritora en Venezuela. La firma de Bolívar, la alusión a su memoria recogida en aquel cuadrito se había convertido en un interesante ídolo u objeto de culto. El colega historiador Juan González Mendoza, descendiente de los Tió,y yo estuvimos varias horas trabajando con aquel documento transformado en monumento para sustraerlo de los restos de polvo y polilla.
El tercer desencuentro fue una mera casualidad en el 2004. Ocurrió cuando revisaba las listas de ganado de la Central Playa Grande de Vieques de 1947. Aquella empresa había sido propiedad de los Benítez y fue adquirida por Juan Ángel Tió en algún momento. Resultó ser una de las fincas expropiadas por la Marina de Guerra Estados Unidos entre 1947 y 1948 con el fin de convertir la isla en un campo de tiro y prácticas de combate. En la larga e interesante lista de bestias, la cual incluía notas sobre los rasgos físicos o de carácter de cada uno de las más de 500 bestias, había uno que se denominaba “Bolívar”. No recuerdo los rasgos con los que fue caracterizado.
Simón Bolívar se había transformado en un curioso objeto de adoración. A lo largo del tiempo sus empeños habían adquirido una apostura distinta y original, menos ceremoniosa y, en consecuencia, mucho más humana. En cierto modo, había asistido a la degradación de un signo y su discurso. Pero también atisbaba su proceso de humanización. Los tres desencuentros me dejaron el interesante sabor del “desengaño” con la historia tal y como la había aprendido.
Otros rostros
La Independencia de América significó la rearticulación de una meta muy particular. Un sector de la elite americana, orgullosa del apelativo que había configurado para ella el conquistador europeo, pretendió establecer distancia respecto a aquel pasado. La Independencia sintetizaba muchas de las aspiraciones de las elites criollas de “ser como los europeos” y, a la vez, reconocía que para ser como los europeos había que romper los lazos que los unían con ellos. La Independencia fue una manera de “dejar de ser” algo y “seguir siendo” lo mismo.
La Europa que se deseaba mimetizar se reducía a la excepción. Europa era el mito de la Revolución Francesa de 1789 y el alzamiento del Tercer Estado como centro de autoridad. La intención de la elite criolla era introducir la América Libre, un concepto impreciso por aquel entonces, en las estructuras de una racionalidad que conducía de manera inevitablemente hacia el reino de la libertad. El personaje de la América Libre quería dar cumplimiento al sueño hegeliano. La Unidad Hispanoamericana, dictada por las necesidades geopolíticas según algunos, o por el idealismo romántico según otros, traducía el artefacto de la anfictionía kantiana.
El relato hegeliano y el kantiano, propios de la modernidad junto al mito del progreso, se fueron reproduciendo en una diversidad de niveles por todo el continente americano. El proyecto de una Confederación de la Antillas de Ramón E. Betances, revisitado después por José Martí fue una expresión de aquella actitud. El Antillanismo de José de Diego y el Hispanoamericanismo de Albizu Campos con su reclamo radical por la supremacía de la Civilización Latina sobre la Sajona, también lo fueron. Incluso la idea de Luis Muñoz Marín y Vicente Géigel Polanco de que Puerto Rico podría ser libre dentro de una amplia confederación de pueblos hispanoamericanos, reformuló de modo original aquella voluntad de “dejar de ser” y “seguir siendo”.
El problema siempre ha sido que la elite americana no era toda la América que había que libertar. Que no todos los habitantes de América querían “dejar de ser” y “seguir siendo”. Incluso muchas de las comunidades de estas comarcas nunca habían dejado de ser los que habían sido antes del violento “encuentro de dos mundos”. Los olvidados del relato hegeliano y kantiano, indios y negros en particular, fueron también los ausentes de la fiesta de la guerra y por lo tanto, tampoco podían esperar participar en el banquete de la libertad. Como se sabe, la guerra no fue una fiesta y el banquete de la libertad fue, en verdad, relativamente breve. Y los olvidados y ausentes fueron mucho más numerosos que los protagonistas.
Salvador Brau escribió el poco conocido “Cuento de Juan petaca” hacia el 1910. El curioso personaje puertorriqueño radicado en Yucatán, decidió regresar a Puerto Rico en 1915 al enterarse de que los americanos han abandonado la colonia, el producto principal de la isla eran los viñedos y se había proclamado la profética Confederación de las Antillas. En un solo hecho, Juan Petaca da cuenta de la forma en que los mitos kantianos y hegelianos, y el afán de ser un espécimen europeo, se consumaban.
En el relato de Brau todo resulta al cabo en un engaño vicioso. El vino aludido a lo sumo se elabora con uvas de mar. Los americanos se habían ido no porque los echaran por la fuerza o tras una negociación política, sino porque “para berengenales ya tenía bastante con el de Panamá”. Y la Confederación de la Antillas se reducía a las “islas inmediatas a Puerto Rico, (…) Vieques, Culebra, Culebrita, Mona, Monito, Cabras, Ratones, Palumitos, Caja de Muerto, Desechado, Hicacos, Cayo Santiago”. A Juan le cuentan la historia en San Tomás. Nunca regresó a su patria. La desilusión del historiador con el pasado, su presente y el futuro del país me parece proverbial.
Los retornos
La conmemoración de la Independencia me conduce al reconocimiento de lo incompleto. De allí puede surgir la desilusión más atroz o el proyecto mejor coordinado. Los retornos de ese pasado después del fin de la guerra fría son bien conocidos. En la década de 1960 se consolidó en los proyectos de liberación nacional en las Antillas sometidas y en las revoluciones populares en el continente. En la década del 1990 tomó la forma de la “Revolución Bolivariana” estructurada sobre las bases del denominado “Socialismo del siglo XXI” tras la caída del “Socialismo Real”. Las vinculaciones de Bolívar con cualquier forma de socialismo son cuestionables pero resultan seductoras en pueblos que, desde la independencia, siguen luchando por un tipo de libertad plausible que les deje tiempo para enfrentar una realidad que siempre ha sido problemática. Pero este tipo de retorno siempre me parece indicador del reconocimiento de una ausencia.

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