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Un espiritu histórico no puede tener dudas de que ha llegado el momento de la resurrección del pasado, de la afirmación del presente y la esperanza del futuro. Esto es parte de ello.
Carabalí

Carabalí

Cayetano Coll y Toste- Caminando de la ciudad de Arecibo hacia la de Utuado, en la isla de Puerto Rico, se encuentra el viajero en una de las cumbres con una caverna fantástica. Hay que atravesar primero la extensa y pintoresca vega por donde serpentea el caudaloso río Abacoa, cual inmensa cinta de plata, para luego ganar las estribaciones de la abrupta montaña.

En la campiña ondula por doquiera la dulce gramínea sacarina, en masas apretadas; por las alturas, según se asciende, escasea ya la fuerte y útil vegetación, y dominan la escena la esbelta palma real, árboles frutales de frondosas copas y zarzabacoas, lianas y heléchos.

Fuera de la vía común y tomando tortuoso sendero se llega al fin a columbrar una mancha negruzca en una gran roca. Esta es la entrada de la Cueva de los Muertos. Para penetrar en la sombría gruta hay necesidad de inclinar el cuerpo y andar a gatas. Dentro de la caverna se siente una atmósfera húmeda y no es fácil distinguir en seguida los objetos. Poco a poco la pupila se va dilatando para recoger la poca luz que allí se irradia. Entonces puede verse algo en aquella semiobscuridad e indecisa penumbra. Los murciélagos revolotean por la alta bóveda. Si el viajero enciende su linterna, todo se ve de repente con contornos tenebrosos y fantasmagóricos. Rocas peladas, estalactitas y estalagmitas.

Y si se avanza hacia el fondo de la caverna, se encuentra una cortadura extensa en el suelo, que da nacimiento a un abismo insondable y obscuro. Esa enorme grieta es la boca de un precipicio. Si audaz el viajero se inclina ante el mohoso borde del abismo, no distingue nada y siente vértigos y respira un vaho húmedo que asciende del fondo de aquella cavidad subterránea.

La caverna tiene arrugas por todas partes, trabajadas por imperceptibles hilillos de agua: hijas esas deformidades, de la lucha perenne del gotear sutil y tenaz sobre el grano de arena cuarzoso, que se defiende cediendo algo de sus dominios. El sitio, con su húmedo verdor, es lúgubre:

y el pensamiento combatido por ideas melancólicas induce al viajero a abandonar aquel triste lugar tan pronto nota esparcidos por el suelo huesos de animales, en abundancia, revueltos con estiércol de’ aves.

Los vecinos la llaman Cueva de los Muertos porque antes se encontraban cráneos humanos mezclados con las osamentas. Todavía no falta quien considere la gruta encantada, embrujada, por haber sido refugio de esclavos, huidos de los ingenios, cuyas almas en pena por haber muerto en pecado mortal, salen, cual duendes de aquelarre, la noche de San Blas, a maldecir a los dueños de la hacienda de este nombre. De las ruinas de este ingenio no resta ya más que un montón de pedruscos de su gigantesca chimenea y el recuerdo de las terribles venganzas de Carabalí, el negro desertor, cuya cuadrilla de salteadores fué por mucho tiempo, el espanto y quita-sueño de mayordomos y capataces.

La fuga de un esclavo traía consigo, una cacería con avidez perversa. Aquello era monstruoso por lo inicuo. Una multitud de canes, guiados por pérfidos hombres, husmeaban y perseguían a otro hombre, que se resistía a ser bestia de carga, y lo rastreaban y acorralaban como a un jabalí. He aquí la historia tenebrosa de la Cueva ae los Muertos.

Carabalí había podido evadirse por tercera vez del cepo de la cárcel del ingenio San Blas, y auxiliado por la obscuridad había ganado la montaña. Los guardianes nocturnos de la hacienda se habían concretado a dar cuenta, al día siguiente, de la fuga del rebelde esclavo.

El mayoral lanzó una mal sonante imprecación y mandó llamar al capataz primero, quien no tardó más que algunos instante en acudir al supeperior llamamiento.

—Oiga usted, Samuel; reúna inmediatamente la jauría y los hombres que necesite y emprenda la persecución de ese maldito negro, que nos desacredita ante el amo. Hay que hacer un escarmiento en esta atrevida canalla. Me lo trae usted vivo o muerto.

La neblina que había caído el día anterior sobre el abra del ingenio se había ido extendiendo desde el mediodía y condensando en torno de las cimas de las fábricas, cuarteles y casas de vivienda de San Blas, y había favorecido la huida del testarudo africano. Los Mayordomos, segundos y capataces, huyendo de la fina garrúa que les molestaba, azotándoles el rostro, se habían recogido al comedor de su departamento a tomar ginebra para calentarse el cuerpo. Y una negra vieja, fuera de trabajo por derrengada e inútil, llamada La Monga, había favorecido en los preparativos de faga al desertor reincidente.

La niebla, de lechosa se había vuelto poco a poco gris, y la llovizna persistente lo salpicaba todo, convirtiendo los pisos barrosos del batey en lodazales. La noche se vino encima a más andar, sin los crepúsculos del atardecer tropical.

Carabalí, arrastrándose primero y luego a gatas, avanzó hacia el boscaje, y, ganado el enmarañado macizo del bosque, se enderezó cual largo era, aspiró el aire a pulmón pleno, volvióse hacia el ingenio, cuya alta chimenea se destacaba entre la densa bruma, y la amenazó colérico con el puño apretado. Luego echó a andar con paso firme y seguro, venciendo obstáculos, hacia la cumbre de la montaña, ganoso de buscar amparo en la tenebrosa caverna que allí había. También la obscuridad nocturnal, que en principio le había sido útil, ahora le estorbaba para ganar terreno; pero el instinto de conservación le servía de acicate en aquellos crueles momentos. Sabía que al amanecer marcharían en su busca los implacables capataces y segundos, auxiliados de los feroces perros adiestrados.

Era preciso por tanto, ponerse cuanto antes en cobro, fuera del alcance de los terribles colmillos de los canes.

Llegado a la gruta, Carabalí penetró en ella como un reptil se desliza en su agujero. Le era conocida. En sus dos fugas anteriores se había acogido siempre a ella y le habían capturado cuando imprudente había bajado al llano.

A ciegas y a tientas buscó en el suelo, palpando en la orilla de la entrada. Pronto encontró lo que buscaba porque lanzó una exclamación de gozo. Eran frágiles trozos de madera, fofos y secos, con los cuales hizo prontamente lumbre, frotándolos con rapidez uno contra otro.

El chispazo de luz invadió la extensa bóveda la caverna. Volaron precipitadamente algunos murciélagos. Mas el prófugo estaba en su casa.

Se encontraba rendido de cansancio, pues había caminado más de una legua por entre matojos, lianas y arbustos para ganar la inaccesible cumbre, escalando las ásperas laderas y las escabrosas breñas, a fin de refugiarse en la cueva, de él tan conocida. Sacó del bolsillo de su pantalón un trozo de tabaco torcido, arrancóle un pedazo con los dientes, guardó cuidadosamente el resto, apagó la lumbre y entregóse al sueño, que sin dificultad vino presto a apoderarse de aquel estropeado cuerpo.

La mañana fué esplendente; y bien de madrugada estaba todo preparado en el ingenio para la caza del esclavo huido. Samuel montó en su brioso corcel, y levantando el látigo de puño de metal y fuerte rabiza, dió la voz de marcha. Había que empezar el ojeo primeramente por los contornos del edificio, porque en los cerrados platanales se quedaban ocultos muchos de los fugitivos siervos. Se formaron dos grupos, que tomaron opuestas direcciones, y empezó la caceria dando suelta a dos perrazos que ladraban furiosamente. A la hora larga, estaba explorado el denso bosque de bananos que circundaba con sus esmeraldinos abanicos de amplias hojas el churrigueresco edificio azucarero.

—Fórmense cuatro grupos, dijo Samuel, y explórese todo hasta llegar a los términos de las guardarrayas y a los escondrijos de los picachos. Y soltad los otros perros uno a uno, y azuzarlos siempre en dirección de las cumbres, donde nos encontraremos para bajar unidos, batiendo los cañaverales por sus callejones.

Como se precipita un torrente desbordado, desapareció entre las malezas y arbolillos aquella avalancha de hombres y animales. La plaza del ingenio quedó desierta. Solamente la ranqueante Monga estaba allí, contemplando con los amarillos ojos inyectados de sangre, y un convulso rictus en los labios, a aquella caravana de seres desnaturalizados, más perversos los hombres que los canes, que iban a perseguir despiadadamente a su infortunado paisano.

Carabalí abrió los ojos con los primeros resplandores que sucedieron al alba y penetraron en la gruta iluminándola. Estiró los entumecidos miembros y se desperezó. Acurrucado en un montón de paja había dormido toda la noche sin moverse. Tal era la necesidad de reposo que tenía cuando ganó la caverna en la fatigosa huida del día anterior.

—Hoy vendrán de seguro en mi busca, se dijo a sí mismo.

Quedóse pensativo y agregó:

—Está bien: ¡yo venderé cara mi vida! La Monga le había proveído de un machete Perrillo, que había robado en el almacén para dárselo. Tuvo que buscar una piedra arenisca para amolarlo; y vació una higüera de su endocarpio para hacer una jicara y proveerse de agua. No había tiempo que perder. Sacó filo al machete desde la punta al cabo. Después exploró los alrededores de la gruta y se desayunó con frutas silvestres.

—Ya estarán armando el cotarro para prenderme. ¡Trabajo les mando!

Y para probar el corte de su espadín le tiró un mandoble a un grupo de lianas que colgaban del tronco de una copuda ceiba. Las colgantes enredaderas rodaron tajadas por el suelo.

—Bien; ¡de primera! Ahora a cerrar la entrada para evitar una sorpresa; después obstaculicemos la subida.

Y empezó la faena de cortar arbustos y ramajes para formar barricada frente a la boca de su guarida. Descansó luego un rato para tomar aliento.

Sentado sobre un peñasco mordió unas frutas estando en atisbo perenne al menor ruido que venía de afuera. De nuevo en su faena, le pareció oir, espaciado en el aire, el lejano ladrido de un perro. Entonces se echó al suelo, aplicó el oído contra la tierra y se levantó rápidamente. El enemigo se acercaba. Los ladridos iban siendo cada vez más claros. Penetró en la cueva y cerró por completo la entrada, dejando únicamente a flor de tierra un pequeño agujero, del tamaño del palmo de la mano. Luego se puso en guardia. Los labridos eran cada vez más cercanos. Nervioso e impaciente, el infeliz fugitivo volvió a morder su tabaco.

Por fin, sintió la jauría junto a la puerta de la caverna. El can que llegó primero, ágil y atrevido, metió la cabeza por el agujero y empezó a forzar la entrada tan pronto olfateó al africano. En seguida que pudo metió una pata y toda la cabeza. Entonces Carabalí de un machetazo le cercenó el cuello. Y volvió a obstruir lo que el perro había descubierto. Así pudo matar tres de aquellos fieros animales.

Pero, en el cuarto erró el golpe y le partió el hocico y una oreja. El animal, dando espantosos alaridos se replegó a donde estaban los capataces.

Estos, al ver el can herido, se dieron cuenta que estaban en el rastro de la presa que buscaban. Hicieron uso de sus escopetas para amedrentar al prófugo y emprendieron la subida por aquellas escabrosidades, con toda clase de precauciones. Desde la boca de la gruta repitieron los escopetazos. Los disparos hacían ecos rápidos en la montaña inmediata. Carabalí comprendió que estaba perdido, porque la caverna no tenía más que aquella salida y le sería imposible combatir contra aquellos hombres que tenían armas de fuego. Empero, juró de nuevo no entregarse vivo y matar a los que se pusieran al alcance de su espadín.

La trailla ladraba afuera furiosamente. Y agrandando el boquete se precipitaron por él dos perrazos. Intrépido el fugitivo les hizo frente con su machete y los mantuvo a raya, pues a uno le picó una pata y a otro un costado: ellos, agresivos, ladraban al rededor de él; pero una perra, ladina, que se deslizó furtivamente sin percibirlo el africano se le prendió de una pantorrilla. El agredido dió un grito agudo que no pudo evitar lanzarlo por la sorpresa del mordisco. Volvióse, no embargante, y de un mandoble formidable dividió la perra en dos pedazos. El angustioso quejido del rebelde llegó a los oídos de sus perseguidores.

—Ya la perra hizo presa, dijo Samuel con la mayor sangre fría, empedernido en aquella clase de caza. Y prendió un tabaco. Después de tirar el fosforo, añadió, dirigiéndose a los acompañantes:

—Entrad presto para evitar que los perros lo inutilicen o despedacen . Cuando Carabalí se sintió herido y vió la jauría en torno suyo se fué defendiendo con tajos y mandobles, fatigoso y angustiado, y retrocediendo al mismo tiempo al fondo de la caverna.

En la ansiedad de defender su vida se había olvidado de la cortadura del piso y del precipicio.

De pronto le faltó la tierra bajo los pies y desapareció en aquellas profundidades tenebrosas. La trailla se detuvo en el escarpado borde del abismo y empezó a ladrar con mayor ahinco al verse impotente para perseguir al desaparecido. Los capataces al penetrar en la gruta, se acercaron a la peligrosa sima con horror.

—Quinientos pesos perdidos!, gruño Samuel, mordiendo con ira su tabaco.

—Lo siento por mi perra, replicó otro capataz. No la encontraremos mejor para husmear esta gentuza y hacer presa prontamente en sus pantorrillas.

—No hay mal que por bien no venga!, exclamó otro de los perseguidores. Salimos ya de esta mala cabeza, que traía revuelta la negrada del ingenio.

¡Qué se vaya a vivir con Barrabás! Esta casta de negros colorados es verdaderamente muy soberbia. No sirve para trabajar los campos.

—Siempre he aconsejado al amo, repuso Samuel, que compre negros congos, que son humildes y sufridos. ¡Ea, a retornar! La expedición ha fracasado esta vez. Vamos a ver ahora como nos recibe el mayoral, después de tantos trabajos pasados por estos andurriales y arcabucos desde el amanecer. Si el amo se enfurruña, tendremos que pagar el negro a prorrateo o perder la colocación con el soporte de mal empleado.

Carabalí había caído en un arroyo pantanoso desde una altura de más de cien pies. El limo, otras veces necíparo, le salvó, porque no recibió golpe alguno al introducirse en él como enfundado. Una vez desaparecido el vértigo del descendimiento, y dándose cuenta de su crítica posición se encontró en el fango hasta más arriba de la cintura. El agua que rezumaba de la gruta y de aquella charca se deslizaba lentamente por una abertura, por la cual entraba también la escasa claridad que allí había.

Carabalí con grandes esfuerzos se fué acercando hacia la abertura y divisó por ella la chimenea del ingenio San Antonio que estaba fundado al otro lado de la montaña. Entonces comprendió que aquella cumbre venía a ser la divisoria de las dos haciendas. Con grandes penalidades salió del pantano y después de orientarse bien pudo recuperar su machete, que había soltado de la mano al rodar por el abismo. Con tan buen compañero procuró mejorar ia nueva guarida y formóse su cobijo. A los pocos días bajó Carabalí al llano opuesto y pudo cautelosamente reunir en su torno algunos desertores de aquella comarca: pobres africanos atropellados por sus amos inicuamente. Entonces acordó con ellos trabajar en la piedra una imperceptible subida a la cueva para merodear en los alrededores del ingenio San Blas y respetar a los dueños del San Antonio, a fin de no despertar sospechas por aquel lado de la montaña.

Carabalí y su cuadrilla llegaron a infundir pavor y espantoso pánico entre los capataces y mayordomos de la hacienda San Blas porque algunos de sus empleados más adictos se habían encontrado asesinados en las cañadas.

En vano los soldados del Gobierno habían cooperado con las gentes audaces del ingenio a batir a los bandoleros. Al atacar la cueva no encontraban más que osamentas de toda clase de animales y algunos esqueletos humanos desparramados. Con la impresión desagradable de aquellos despojos se aproximaban amedrentados al borde musgoso del precipicio impenetrable y oscuro, cuya cortadura consideraban peligrosísima, porque por ella había caído al abismo un negro fugitivo.

Por fin en el ingenio San Blas surgió la superstición, alentada por la astuta Monga, de que el alma en pena del infeliz Carabalí era la que salía de noche con su falange de espíritus malignos a asesinar capataces y a robar ganado y aves de la hacienda para ofrendárselos a Satanás, y que no había tales bandoleros.

Algunas noches al claror de las estrellas, se veía salir de la cumbre de la montaña una densa humareda, como de fogata, y los guardianes asustados, enseñándose unos a otros el fenómeno de hechicería, afirmaban que el alma de Carabalí y su comparsa infernal estaban haciendo sacrificios a Luzbel. Si se daba cuenta al mayoral de lo que ocurría, se persignaba de frente a pecho y de hombro a hombro, y ordenaba que se rezara, en seguida, un rosario para ahuyentar aquellas brujerías.

Han pasado muchos años de estos sucesos, y todavía aquella caverna es denominada la Cueva de los Muertos, y los viajeros que la visitan, no pueden evitar cierto temor y malestar, que les comunican los campesinos guías al ver esparcidas por el suelo tantas osamentas; y al poco rato, contagiados los visitantes con el supersticioso relato de las fechorías de Carabalí y su cuadrilla, dan la orden de abandonar la gruta.

En ciertas horas y en ciertos sitios, los espejismos de óptica y los azoramientos de la conciencia sumergen al hombre en tal sobresalto místico, que le obligan a huir cobardemente en busca de otro lugar más seguro, como si se tratara por instinto de un salvamento. Esto les ha pasado siempre y continúa ocurriendo a los curiosos exploradores que visitan la Cueva de los Muertos.

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