Lionel Valentín
Publicación autorizada por Lionel Valentín Calderón, artista, escritor y Siervo del Señor.
J. Pérez Lozada —Tiene el cuatro veces centenario palacio de Casa Blanca, desde hace unas semanas, nuevos distinguidos moradores.
El coronel Byroade y su gentil esposa, que lo han habitado por espacio de algunos años, sentirán ahora, en su nuevo instalación del Continente, la nostalgia de la antañona morada por cuyas terrazas almenadas, a poco que la imaginación nos ayude, podremos atisbar en la alta noche las sombras dolientes de los que habitaron la prócer mansión en los días remotos en que se echaban los firmes cimientos de la vieja ciudad.
El capitán don Juan Ponce de León no habitó nunca la Casa Blanca, que fue construida en 1525, cuatro años después de haber muerto en la Habana, pasado el desastre que sufrió en la Florida, el hidalgo ingenuo y soñador que perseguía alucinado por un bello espejismo que se hace melancolía en los temperamentos sensuales, la fuente milagrosa de la eterna juventud.
Quienes habitaron Casa Blanca fueron don Luis y doña Isabel, hijos del conquistador de Puerto Rico y fundador de esta comunidad cristiana. Don Luis era un adolecente que nació en el país y murió antes de llegar a la mayoría de edad, pero que heredó las preeminencias y cargos que fueron otorgados a su ilustre padre y que fueron servidos por su tutor y cuñado García Troche, que mostró gran celo por conservar las tradiciones de familia, al extremo de haber antepuesto en su hijo don Juan –habido con su esposa doña Isabel—los apellidos de la madre de los suyos, para que su hijo se llamara como su glorioso abuelo: Juan Ponce de León.
Casa Blanca –según el relato que de ella hace don Salvador Brau—era una casa de piedra, almenada, especie de torre cuadrada, con veinticuatro pies por cada frente, la misma que ensanchada y transformada durante cuatro siglos, se conoce idéntica denominación. Por el asiento concertado con don Nicolás de Ovando y la ratificación del cargo de capitán obtenida luego en la Corte –dice el historiador ilustre—tenía Ponce de León el privilegio de construir su casa habitación en fortaleza en tanto que el monarca no dispusiera construirla con sus rentas, depositándose en ella armas y caudales de la Corona bajo la custodia del propietario y cuatro hombres de guardia permanente, cuyos salarios corrían a cargo del tesoro real, privilegio que fue renovado en Burgos, en 27 de mayo 1524, agregándose dicha concesión a las otras ya otorgadas al ordenarse el reconocimiento del adolescente don Luis como adelantado de la Florida y Bimini y regidor del ayuntamiento de Puerto Rico, que así era entonces llamada la ciudad de San Juan.
Para juzgar de la importancia que en aquellos tiempos tuvo Casa Blanca, será útil recordar que la Fortaleza, llamada después Santa Catalina, no se empezó a edificar sino en 1533, y se hubo terminada en 1538, trece años después; que hasta 1639 siendo gobernador de la isla don Iñigo de la Mota Sarmiento, no se echaron las primeras plataformas del castillo de San Felipe del Morro; y que San Cristóbal no había de levantar su mole imponente sino doscientos cuarentiséis años después: en 1771.
Casa Blanca fué durante algunos años, erguida en la altura de la meseta, dominando el fondeadero, señora sobre el parvo caserío naciente agrupado en la calle principal que era entonces la caleta de San Juan, y en las inmediaciones del convento de Santo Domingo, como un castillo roquero en que un linaje cuyo fundador esforzado supo poner a sus ambiciones de conquista el penacho de un lírico ensueño había de conocer y había de sufrir todas las inquietudes, todas las amarguras, todos los dolores, los zarpazos de la desdicha y hasta los turbios recelos que esparce la calumnia. ¿Cómo evitar que entre los colonos se comentase sin reticencias aventadoras de la insidia, la prematura muerte del adolescente, cuando al morir don Luis había de recibir tan gran beneficio el hijo de su tutor y cuñado, García Troche, en quien recayera mediante suplicatorio oportuno el cargo de contador y más tarde el de alcaide de la fuerza, amén de la herencia personal y de los títulos que convirtieron en mayorazgo al que parecía destinado por su nacimiento a ser un modestísimo segundón en la casa de los Ponce?
Ninguna razón había para que la suspicacia envolviera a los moradores de la torre en la atmósfera de otro drama que no fuese el de la pena de doña Isabel ante el decaimiento del mancebo en quien pusiera tantas esperanzas nuestro don Juan; y si llegó hasta ella, sutil y aleve por las encrucijadas de la sombra, la versión echada a rodar por envidiosos y lenguaraces, debió sufrir amargamente la discreta señora, y hubiera sufrido más si la muerte no la hubiere librado a tiempo de presenciar el doloroso desenlace de la vida de su hijo, de la horrible tragedia de sus nietos, como si una maldición pesara sobre los varones de su linaje.
Un hada madrina parecía que hubiese presidido el nacimiento de su hijo don Juan. La muerte de don Luis le dejaba franco el camino para los rápidos encumbramientos. Veintiún años después de levantada la torre, casaba don Juan con doña Isabel de Loayza, hija única del licenciado don Iñigo López Cervantes de Loayza, oidor de la Audiencia de la Española, que había llegado en 1545 a Puerto Rico revestido del imponente cargo de juez pesquisidor. A la muerte de don Iñigo, heredó la cuantiosa fortuna de este y pudo presentarse en la corte de España como anunciara en 1559 el obispo Bastidas al Rey: “que la ciudad envía por su procurador a Joan Ponce de León, hijo y nieto de criados de S. M., y suplica, por ser tan cierto y calificado mensajero, sea admitida su embaxada en todo lo que lugar oviese”…
Entonces solicita el traslado a Puerto Rico de los restos de su abuelo, muerto en la Habana treintiocho años antes, y elige para darles decoroso enterramiento la iglesia de Santo Tomas de Aquino, hermoso templo que hoy tiene por titular a San José y que acababan de terminar los Padres Dominicos. Para lograr tan piadoso propósito hubo de ser instituido un patronato de los Ponce de León sobre la capilla mayor de la iglesia, convertida así en panteón del conquistador de la isla. El blasón heráldico de los Ponce de León, empotrado en el muro correspondiente al lado del Evangelio en la capilla mayor, señala el lugar en que estuvieron los restos hasta el año de 1835, sagrado depósito que hoy reposa en artístico mausoleo, esculpido por Miguel Bray y costeado por el Casino Español de San Juan, en la Santa Iglesia Catedral.
Pero el nieto del conquistador tenía la noble ambición de agregar nuevos cuarteles al escudo de los Ponce. Llegaban noticias de las proezas realizadas por otros capitanes en tierra firme, y él tenía tres hijos varones, dos de ellos mozos arrogantes, que reclamaban su puesto en el servicio de las armas. ίNo habían de enmohecerse sus tizonas colgadas en las panoplias de la casa solariega cuyo blasón ilustrara el abuelo gallardo que no se dió por satisfecho después de conquistar la tierra en que señoreaban sus descendientes!
La isla de Trinidad, habitada por unos indios indomables, atraía el interés de don Juan, que pensó llevar a ella la colonización cristiana, como su abuelo la había implantado en Puerto Rico. Sus hijos le alentaban a abordar la empresa. Eran jóvenes, y amaban la embriaguez de los combates. Entre las 7 cuatro paredes de la torre, no podía acrecerse la gloria del linaje cuando quedaban tantas tierras por dominar. Y don Juan preparo la expedición desdichada; hizo un llamamiento a los vecinos que quisieran ir con él y con los suyos; armó buques; se proveyó de bastimentos y de armas, y se lanzó a la empresa con el ímpetu de quien ha de recuperar el excesivo tiempo dedicado a la molicie.
Pero le aguardaba en el belicoso país, que tuvo por aliado a los indios de Dominica, un descalabro trágico. Derrotado por los bravos defensores de su suelo, presenció la muerte de uno de sus hijos y no pudo evitar el cautiverio del otro. Con las escasas fuerzas que le restaban, malheridos sus hombres, inútiles para todo intento de hacer sentir su agotada capacidad de resistencia, tuvo que regresar a Puerto Rico con la certidumbre lancinante de que el amado prisionero caído en las garras de los de la Dominica, habría sido pasto del salvaje canibalismo imperante en aquellas zonas. Se acabaron para él los sueños de gloria, las ambiciones de riqueza y de dominio, las empresas marciales, la satisfacción de los honores y encumbramientos. Su esposa había muerto, y en las estancias vacías del palacio, que se poblaba de gesticulantes fantasmas en la noche, solo veía al hijo cautivo, sometido a la infame tortura de los caníbales odiosos que devoraban el cuerpo del muchacho con la voracidad de las hienas carniceras. Era inútil intentar con sus personales medios, el rescate, y era también inútil buscar alivio para tanto dolor, sino en el regazo misericordioso de la bondad divina.
En 28 de agosto de 1577 hace “dejazión y desystimiento de sus oficios, por tener voluntad y determinación de ser clérigo o frayle”. Su vida ya no será sino un erial de penas y congojas; y como el dolor le ha herido en el corazón de tan brusca manera, buscará en la penitencia y en el servicio de Cristo la paz que ya no puede tener en aquella torre en cada una de cuyas estancias tiene un recuerdo de los pobres hijos que arrastró a la muerte y que no supo defender a costa de su vida miserable, despojo de un vencido que no había tenido, siquiera, el ímpetu de caer con ellos y acabar de una vez…. Y al pedir que se le alce el pleito homenaje que prestara como alcaide de la Fortaleza y el Morro, suplica, en mérito de esos servicios y los de su padre y abuelo, se haga merced de dicha alcaldía a su hijo Juan Ponce de León, de 22 años de edad y “persona hábil y suficiente”.
Pero un día remoto –catorce años después de su derrota–, cuando ya su alma conturbada había empezado a hacerse la paz, resignado en parte al juzgar irreparable su desgracia, cuando lloraba, por igual, a sus dos hijos 8 muertos, se presentó al anciano penitente que había trocado sus arreos de caballero por el traje talar del sacerdote una de sus desaparecidas esclavas que había podido evadirse de la Dominica, y le contó que su hijo estaba vivo, pero sometido a duro cautiverio , peor sin duda que todas las muertes. Entonces empieza otra vez para el atribulado padre el tremendo suplicio. Ya se había hecho a la idea de la muerte de este otro hijo que quedaba cautivo de los caníbales; ante lo irreparable, no quedaba sino apelar a la bondad divina, que premiaría la intrepidez de aquellos mozos que perecieron en la empresa de ensanchar los dominios de la fe en tierra de infieles. Soldados de Cristo, habían perecido en el empeño de encender en las almas dormidas la divina impaciencia de poseer la verdad eterna. ίPero el hijo no estaba muerto! Vivía, vivía aún; vivía después de catorce años de cautiverio; vivía con la esperanza de un rescate que solo podía intentarse empleando recursos superiores a los mermados que pudiera brindar él, sacrificando el resto de su hacienda. Entonces pide auxilio al rey, empleando los tonos más patéticos y las más dramáticas razones: No podía consentir tan alto señor que gimieran en cautiverio infamante los caballeros cristianos que llevaron en sus empresas el mote piadoso y arrogante de “por ml Dios y por mi rey”… No podía consentir que un nieto de don Juan Ponce de León, muerto en su servicio y que había agregado territorios a la Corona de España, y había explorado mares y tierras, y había servido en Granada, y luchado en la Española y colonizado la Isla de San Juan, se hallase a merced de los caníbales, privado de cuanto por su alcurnia le correspondía, envilecido por las prácticas del salvajismo, suspendida sobre su cabeza la amenaza de la muerte …
El dolor infinito del padre encontraba lastimosa acogida en todos los que escuchaban su querella; pero lo que se pretendía por el doliente caballero estaba más allá de todo lo hacedero por quienes se dolían de su infortunio. Los caribes no querían oro. No habían puesto precio al rescate, ni había modo de entablar con ellos negociación ni trato; y si –lo que no podía intentarse sin detrimento de intereses mayores—se organizaba—y ello había de ser por el monarca—, una flota con fuerzas de asalto para domeñar a los caníbales de Dominica, alterando los planes que no aconsejaban la empresa por aquel entonces, ¿no sería ello precipitar la muerte del cautivo, a cuyo padre habían de atribuir sus cancerberos el que se hubiese podido desatar sobre ellos tan desmesurada fuerza, superior a la que lograron abatir ayudando a los pobladores de Trinidad, hacía ya catorce años?… Y, por otra parte: ¿qué testimonio digno de crédito aseguraba que el caballero vivía, cuando lo más probable era su muerte, con lo que su desventura hubiera tenido piadoso final? El relato doliente de una esclava no era bastante para dar fe de que el caballero vivía.
ίPobre don Juan! Como una sombre dolorosa se le vió abatido al pie del altar en que sus preces se renovaban con un gesto que tenía la desolación de la desesperanza. Como un espectro en cuyos ojos fulminaba la llamarada de la fiebre, recorrió en las noches medrosas la ciudad para acudir a una entrevista, a una cita otorgada quizás de mal talante por quienes tenían, o alardeaban de tener, algún valimiento en la Corte de España o en la más cercana del virrey de Indias, que tenía su sede en la Española. iInútil porfía! Si se tratase de un rescate, si se hubiese puesto precio a la libertad del cautivo….; pero distraer fuerzas que estaban destinadas a empresas mayores no era fácil conseguirlo con el apremio con que la impaciencia paternal lo demandaba. Por lamentable que fuera el caso, no era sino un accidente de la lucha empeñada en un territorio ilimitado que sólo se podía dominar a fuerza de heroísmo y abnegación.
Mientras voy recorriendo las estancias pulcramente alhajadas, del bien conservado palacio de los Ponce de León, estos recuerdos de mis amadas lecturas me asaltan en tropel. En esta alcoba, a la que entra la luz tamizada por el persianaje discreto como una celosía conventual y por el encaje amatista y bermejo de las trinitarias que escalan la torre, luchó entre la vida y la muerte aquel bravo capitán de caballos de Flandes, don Francisco Bahamón de Lugo, que inauguró su periodo de gobierno en 1564 y que tenía su aposentamiento en Casa Blanca. Don Francisco, que venía precedido de un amplio cartel de hombre bravo, al tener conocimiento de que los caribes infestaban la isla por la parte de San Germán, fue en persona a hacerles la guerra –según refiere don Cayetano Coll y Toste- y fué herido de un flechazo en el muslo izquierdo, con tan graves consecuencias, por la infección que le sobrevino, que le fueron administrados los santos óleos, casi perdida la esperanza de que pudiese abandonar el lecho.
He aquí la terraza, desde la que se dominaba la ciudad y en la que se acodaría el hijo malogrado del conquistador, mirando con tristeza de enfermo la tierra en que había de tener tumba ignorada… Desde esa rampa, los hijos del segundo don Juan, los biznietos del primer Adelantado de la Florida, mirarían al mar, camino abierto a todas las aventuras, por el que habían de partir una mañana en la flotilla armada, por su padre para ir a la conquista de Trinidad, pero en realidad a acudir a una cita con la muerte … Aquí, en torno a la mesa en que tenía el capitán de caballos de Flandes y gobernador de la Isla su puesto de honor como huésped de la torre, debieron escuchar los nietos del conquistador el relato de las hazañas del guerrero que encendió en los jóvenes oyentes el ansía de realizar singulares proezas. Y en esta terraza almenada, ίcuántas lágrimas de doña Isabel habrán velado los ojos bellos, obstinadamente fijos en el horizonte enigmático tras de cuya línea indecisa se borraba el contacto con el mundo!…
La tragedia que alentó dentro de estos muros cobra ahora, que recorro el viejo palacio, obsesionantes relieves. El anciano sacerdote parece que ha de surgir de una de estancias, macerado el rostro, ardientes las pupilas febriles, encorvado su cuerpo como si no pudiera con el peso abrumador de su cruz, mezclando en sus rezos rituales los nombres de sus hijos, en una inconsolable lamentación.
Percibo la presencia del fantasma, y estoy seguro de que en la alta noche me enfrentaría con él, bajo esta arcada que une las dos estancias mayores y que tiene una sobria traza de oratorio o de cripta. Estoy sintiendo esa molestia física, mezcla de angustia y de congoja, con que alguna vez hemos llorado sobre las páginas de un libro, lamentando tristezas y dolores tal vez imaginarios, pero que hablaban a nuestra vieja alma con la voz del dolor de otras vidas remotas….
Pero ya estamos en el jardín. Hemos bajado unas escaleras de roídos ladrillos, y nuestros ojos se deslumbran ante la orgía de luz que allí ofrece la vegetación lujuriante. Prende su llamarada ardiente el flamboyán cuyo ramaje hecho flor va alfombrando la tierra con el lujo sensual de un tapiz opulento. Cuelgan de las terrazas las trinitarias rojas, las trinitarias moradas y los jazmines blancos. Un magnolio gigantesco brinda sus flores opulentas; y limonero con frutos de oro, y el mangó con su copa sombrosa, y el tamarindo con sus brotes sensitivos y tremantes a la caricia del aire, y el árbol de pan con su plasticidad arquitectónica, y el plátano que abre sus abanicos orientales sobre la prole que se agrupa junto a su tronco con la gracia pueril de unos niños estáticos: toda la gama de color de nuestra selva, toda la fragancia de nuestra flora, toda la pompa de nuestros decorativos helechos, crece bajo el penacho señero de las palmeras gigantes que se inclinan en un escorzo gentil, como para mirarse en el espejo bruñido que les brinda la bahía.
Labor de cuatro hombres constantemente dedicados al cuido de este jardín bajo la vigilante atención, toda eficacia, de esta dama gentilísima que es Mrs. Byroade, el jardín de Casa Blanca evoca la estilizada belleza de un carmen granadino. Y para que la semejanza sea más completa, desde él puede contemplarse la deslumbrante puesta de sol que es aquí como sobre la Vega de Granada, espectáculo digno de los dioses. Cuando nuestra capacidad admirativa ya no tiene de qué asombrarse, todavía nos aguarda una sorpresa grata. Por una veredita enlosada en cuyas junturas la yerba y los diminutos helechos salen a buscar la luz tamizada que se hace allí deleitosa penumbra, llegamos a una fresca estancia ennoblecida por unas arcadas conventuales. Todo es blanco en los muros, y todo es reposo y beatitud en el recoleto refugio. La canción del agua es hermana de aquella canción remota que vienen escuchando los siglos en los jardines del Generalife; y unas plantas de sombra se visten de colores tenues, como las muselinas transparentes.
He aquí el Lirlo Sagrado de los Faraones, que emerge de una alberca centenaria en que el agua quieta se ha cuajado en una fabulosa esmeralda. Mrs. Byroade nos guía por los senderos que llevan a los rincones apacibles. Ahora atrae nuestra mirada, nuestro deseo de quedarnos aquí para siempre, este banco tan cercano al estanque en que los líquenes tienen el matiz de los bronces y el señorial desvaimiento de los viejos joyeles. Los lirios morados, las campánulas azules, las flores extrañas que tienen la gracia exótica del Oriente lejano, se dan en la frescura de esta agua dormida. Ponen los ruiseñores que anidan en el encantado jardín el lírico comentario de su elogio en el véspero fragante.
Nosotros no sabemos, no queremos, no acertaríamos a decir nada, embargados por la emoción en que florece nuestra gratitud. Gratitud por la ternura, por la finura, por la noble ufanía con que esta norteamericana ha hecho del jardín de Casa Blanca el más bello recinto San Juan….
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