
El ajedrez de la política partidista
Mario R. Cancel Sepúlveda- La reformulación del movimiento Estadoísta en la década de 1990 no tuvo un equivalente en el campo del independentismo y el estadolibrismo. Los gestores públicos del independentismo electoral -Rubén Berríos Martínez, Fernando Martín García-, y del estadolibrismo institucional -Rafael Hernández Colón, Miguel Hernández Agosto- se afirmaron en sus posiciones. Dada la incertidumbre que planteaba una época de cambios, la actitud resulta comprensible. En el caso del estadolibrismo, su defensores podían abrazarse a los restos del mito de “pacto bilateral” de 1952 que todavía no había sido minado del todo. Los ideólogos populares todavía eran convincentes cuando acusaban a independentistas y estadoístas de que su imputación de que el ELA era colonial se apoyaba en prejuicios políticos particulares.
El ajedrez de la política partidista
El independentismo electoral y socialdemócrata, adoptó una actitud que en muchos casos recordaba la moderación de la primera generación independentista nacionalista surgida de las cenizas de la invasión de 1898. Aquella propuesta fue el resultado de la presión que ejerció la Ley Foraker de 1900 y fue articulada por el abogado y escritor José De Diego Martínez, ideólogo con un pasado autonomista y estadoísta. El tono morigerado, cauteloso y sumiso que caracterizaba el proyecto de independencia con protectorado formulado en los primeros años de la década de 1910, no desapareció del todo panorama con la muerte del liderato unionista de primera generación. Aquel tono cuidadoso, suplicante y pragmático que hablaba el lenguaje del imperialismo con el propósito de no exigir más de lo que aquel estuviese dispuesto a dar, marcó al independentismo por medio de figuras como Antonio R. Barceló y el mismo Luis Muñoz Marín, por lo menos hasta la década de 1960. La única excepción en el panorama de acatamiento fue el discurso incendiario, agresivo y amenazante de Pedro Albizu Campos y los nacionalistas con los resultados que todos conocemos. Ni una ni otra actitud adelantaron, hay que decirlo, las posibilidades de la independencia.
En la década de 1930, paralelo al discurso de la “acción inmediata”, maduraron otros independentismos que aspiraban una solución negociada al problema del estatus y cuyo liderato estaba consciente de que la República de Puerto Rico tendría que estar dispuesta a hacer numerosas concesiones a Estados Unidos tras la independencia -a sus intereses militares y a su capital-, a fin de garantizar el proceso de emancipación con la menor cantidad de conflictos posibles. Dos modelos de aquella tradición moderada que ya han sido investigados con intensidad son, por un lado, los tres proyectos de independencia presentados por el congresista demócrata Myllard Tydings entre 1936 y 1945, y el reclamo de independencia con justicia social defendido por Luis Muñoz Marín para oponerse a aquellos. El elemento común de ambos discursos radicaba en el reconocimiento tácito de la necesidad de un periodo corto o largo de transición del estatus colonial a la soberanía bajo el ala protectora de Estados Unidos, es decir, reconociendo la legitimidad de la injerencia en asuntos locales a su capital y a sus fuerzas armadas.
Aquella postura ponía en duda, tal vez sin proponérselo, las posibilidades de éxito de la independencia en “pelo” o inmediata que había defendido con tanta pasión Rosendo Matienzo Cintrón. No solo eso, también parecía reconocer la incapacidad del país para un cambio radical y la debilidad relativa del sector que defendía esa causa. La precaución del liderato pipiolo a la hora de hablar de la independencia y la justicia social en la década de 1990, recuerda la actitud de aquellos independentismos ante situaciones análogas.
Es cierto que tanto en el independentismo electoral como en el estadolibrismo hubo una transición de liderato. La presencia de Víctor García San Inocencio y, de su mano, de María de de Lourdes Santiago, de Manuel Rodríguez Orellana y, luego, Edwin Irizarry Mora, Jorge Schmidt Nieto y Carlos Dalmau, entre otros, a posiciones de influencia dentro de la organización, demuestran un proceso de transición generacional que debería ser investigado con más cuidado. El hecho de que Berríos Martínez siga siendo una figura privilegiada a la hora de las grandes crisis nacionales -en 2016 es la voz pública de la organización en el asunto del estatus-, demuestra que esa transición generacional no se ha completado del todo.
En el estadolibrismo Victoria Melo Muñoz, Héctor L. Acevedo, Eudaldo Báez Galib, Sila María Calderón y Aníbal Acevedo Acevedo Vilá, entre otros, significaron el cambio de tono. Sin embargo, la figura de Hernández Colón siguió cumpliendo una función moderadora y hasta reaccionaria a la hora de revisar las posturas del partido durante y después de la década de 1990. Una de las mayores pruebas y retos al poder de Hernández Colón parece haber sido la consulta plebiscitaria de 2012 y el retiro de la candidatura de Alejandro García Padilla a las elecciones de 2016 en el contexto de las fricciones entre estadolibristas moderados y soberanistas en el partido. De hecho, el elemento más innovador en el PPD ha sido el desarrollo de un estadolibrismo soberanista de nuevo cuño desde 1998 en adelante. Es probable que, cuando este asunto sea revisado con más cuidado, las personalidades de Báez Galib, Marco A. Rigau y Juan M. García Passalacqua, reciban el crédito que me parece merecen en cuanto a ese desarrollo. fueron determinantes en ello
Sila M. Calderón y Victoria Muñoz Mendoza
Tanto en el PIP como en el PPD, el papel de la “nueva/vieja Guardia” que se desarrolló tras la muerte de Gilberto Concepción de Gracia en 1968 y Muñoz Marín en 1980 siguió siendo determinante. Los caudillos del 1970, un momento de crisis, han mantenido una cuota de poder visible y a veces extraordinario, hasta el momento presente. El “respeto señorial” a la tradición ha sido un problema para las dos organizaciones, sin duda. La pregunta es porqué hubo un proceso de renovación radical en el seno del PNP en la década de 1990, no ausente de tropezones por cierto, y resultó tan difícil en el PIP y el PPD. Es probable, y esto es apenas una hipótesis de trabajo, que la actitud utilitaria y pragmática del liderato estadoísta, la certidumbre de que una era terminaba y comenzaba otra haya favorecido su capacidad de transformación. Lo cierto es que el “fenómeno Rosselló González” no tuvo un equivalente en las otras organizaciones electorales en la década de 1990. Modernidad y postmodernidad tuvieron su confrontación en ese sentido.
El caudillismo o culto a la personalidad no desapareció. El carácter innovador y original de Rosselló González también se convirtió en objeto de culto irracional. El retorno de aquella imagen en la figura de su hijo, Ricardo Rosselló González, desde 2013 al presente, ratifica que las viejas manías de la política colonial siguen allí.

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