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Un espiritu histórico no puede tener dudas de que ha llegado el momento de la resurrección del pasado, de la afirmación del presente y la esperanza del futuro. Esto es parte de ello.
El As de Bastos

El As de Bastos

Cayetano Coll y Toste– Como el Gobierno perseguía obstinadamente el juego de naipes, los empedernidos en ese vicio se daban cita para el mirador de upa casa particular, a la cual se podía acudir por tortuosas callejuelas, siéndoles imposible a los agentes de la autoridad sorprender a los tercos jugadores.

Además, el dueño de la timba pagaba religiosamente tributo especial al jefe de Orden Público del pueblo; y, por otra parte los primeros en concurrir al garito eran el alcalde, el juez municipal y el cacique de la población.

Antolín Maldonado era un concurrente asiduo todas las noches a aquella mesa de perdición, a aquella jaula de enemigos rabiosos en amistad aparente.

En vano trataba su buena esposa de arrancarle del lado del tapete verde. Se arruinaba a pasos de gigante… La carrera de abogado la tenía olvidada por completo. Y las últimas onzas de su herencia estaban a punto de desaparecer. Dormía de día y velaba de noche; y al retirarse de madrugada entraba en su casa con sumo sigilo a fin de no despertar a su esposo, que le lloraba y suplicaba dejase el vicio del juego; a la cual, a pesar de quererla tanto, se le hacía imposible complacer. Una mañana le dijo la querida consorte:

—Mira, Antolín; por Dios te pido que dejes el juego de la baraja, que será nuestra perdición.

—¿Por Dios? ¡Querida mía, Dios no se mete en las cosas de este pícaro mundo! Pídemelo por el diablo, que es el que siempre anda suelto entre la gente, y tal vez te atienda.

-—Esa es una blasfemia, Antolín. ¡No debes hablar así!

—Pues entonces, Dios que me metió en el bache que me saque de él.

Y se marchó riéndo a carcajadas entrecortadas y alegres.

Los jugadores están reunidos alrededor de la mesa. Nadie chista. Todos miran con tenacidad hacia el banquero. Algunos están medio levantados e inclinados hacia adelante con los ojos clavados en las cartas, que desprendiéndose de manos del tallador, van cayendo una a una sobre el tapete. Otros están de pié, arrimados a las sillas ocupadas por las personas mas próximas al que tiene la baraja. Hay caras sonreídas, otras pálidas con las facciones contraidas.

Cada rostro demuestra un afecto distinto. Mientras el tallador echa las cartas reina un gran silencio.

Antolín penetró en el tugurio con semblante sonreído, a pesar de llevar en el bolsillo las últimas onzas de su capital. No encontró sitio donde acomodarse por haber llegado un poco tarde, y se acercó a la cabecera de la mesa donde se agrupaban los más fuertes jugadores.

—¿ No jugáis, Antolín? —dijóle el banquero al divisarlo.

—Sí, esperad. Voy al dos de espadas dos onzas. Tomadlas y ponedlas.

—Pues, yo juego al as de bastos; dijo una voz seca y fuerte; porque representa para mí el trabajo y las espadas me significan la vagancia.

Nadie hizo caso del dicharacho de aquel sujeto, aunque ganó el as de bastos. Volvió el tallador a barajar sus naipes. Salieron distintas figuras y números.

Y volvió a caer sobre el tapete verde, en oposición, el dos de espadas y el as de bastos. Entonces, se acordó Antolín de la frase impertinente de aquel desconocido y gritó al tallador:

—Esperad. Voy cuatro onzas al dos de espadas. Ellas son las que mandan en el mundo, a pesar de retóricos y filósofos.

—¡Pues, yo voy otras cuatro al as de bastos; replicó la misma voz seca y fuerte. Me recuerda el trabajo, que redime al hombre y lo engrandece, añadió con énfasis.

Una vez más se repitió tan extraña escena. Antolín agotó todas sus onzas. Le zumbaban los oídos, no por la pérdida sufrida, sino por el retintín provocador con que aquel sujeto, que veía por vez primera había jugado siempre contra él. Se propuso castigar tanta insolencia, pero un escándalo en aquél sitio daría desde luego con todos ellos en la cárcel. Resolvió esperarle en la calle y abandonó el mirador.

Tan pronto le dió en el rostro el aire fresco de la noche, su cabeza se despejó y se acordó de que su esposa estaba en cierto trance. Se dirigió entonces a buen andar hacia su casa. En su hogar se entraba por un callejón. Y ¿cuál no sería su sorpresa al divisar a su antipático y desconocido adversario frente a la puerta de su casa? Creía haber salido primero que él del maldito mirador. Creyó que aquel repugnante hombre, después de haberle ganado las onzas; iba a burlarse de él. Volvieron a zumbarle los oídos y sintió todo su cuerpo agitado por una molesta inquietud.

Tiró del estoque y rápido como el pensamiento avanzó hacia el desconocido y lo atravesó con el alma homicida. El acero, hoja bien templada y bien conservada en su estuche de caña, se quebró contra la pared en dos pedazos, como frágil cristal.

El hombre, a quien Antolín tenía la seguridad de haber atravesado de parte a parte había desaparecido.

El joven jugador recogió los pedazos de su estoque y subió sigilosamente los peldaños de la escalera de su casa. Fuése en puntillas a su aposento y a la luz de una bujía examinó los restos de su hoja de acero.. No encontró ninguna mancha de sangre.

Entonces, exclamó en voz baja:

—¡Juraría ante un Crucifijo, que lo había atravesado de parte a parte! ¡Qué alucinación! Así surgen las creencias en aparecidos, espectros y fantasmas!

¡Y he roto, estúpidamente, mi magnífico estoque! Entonces, oyó llorar a un niño y se acordó del estado de su esposa.

Era su primer hijo. Sintió una gran alegría y corrió hacia el aposento de su consorte.

—Mira, Antolín, ya eres padre, díjole la esposa enseñándole el chiquitín. El lo cogió y le dió unos cuantos besos.

En aquel instante entró la sirvienta con una taza de caldo para la señora. Llevaba en una mano la taza de alimento y en la otra un bulto que entregó a Maldonado, diciéndole:

—Señor, al pasar frente a la escalera, para, venir acá, un hombre en el pasillo me dió ese bulto para usted, y se ha marchado.

El joven jugador abrió el saquillo y encontró dentro las onzas de oro que había perdido y un as de bastos con esta inscripción: El trabajo redime al hombre y lo engrandece.

Entonces, Antolín Maldonado se volvió hacia su esposa y exclamó:

—¡Querida de mi alma, desde hoy te prometo no jugar mas a la baraja; y creo firmemente que Dios se mete en las cosas de este mundo!

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