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Un espiritu histórico no puede tener dudas de que ha llegado el momento de la resurrección del pasado, de la afirmación del presente y la esperanza del futuro. Esto es parte de ello.
El Capitán Salazar

El Capitán Salazar

Cayetano Coll y Toste- Refiere Fernando Colón, biógrafo de su padre el gran Almirante, que al realizar su segundo épico viaje y aportar a una isla, «que bautizó San Juan Bautista, que los indios llamaban «Boriquén», surgió con la armada en una canal de ella a Occidente, donde pescaron muchos peces y vieron halcones y parras silvestres y más hacia Levante fueron unos cristianos a ciertas casas de indios, que según su costumbre estaban bien fabricadas, las cuales tenían la plaza y la salida hasta el mar. y la calle muy larga, con torres de caña a ambas partes; y lo alto estaba tejido con bellísimas labores de plantas y yerbas como están en Valencia los jardines; y lo último hacia el mar era un tablado en que cabían diez o doce personas, alto y bien labrado».

Este pueblecito era el yucayeke del cacique Aymamón. Junto a él levantaron los cristianos el villorrio Sotomayor, a cuyo frente estaba el capitán Diego de Salazar. El régulo indio y el jefe castellano eran buenos amigos, guaitiaos, es decir, confederados: y la hija del cacique, una linda muchacha como un botón de rosa, la gentil Caonaturey (Oro del Cielo) fué el estrecho lazo de unión entre aquellos dos valientes.

Acordado el levantamiento de los indígenas en 1511, por Guaybana, jefe entonces de los Boriquenses, y secundado por los intrépidos Guarionex, régulo del Otoao y el arrojado Mabó Damáca, dominador del Yagüey, dióse comienzos a la rebelión con la muerte violenta del hijo de la Condesa de Camiña. don Cristóbal de Sotomayor, que vivía con su encomienda de indios al sur de la isla, en Guaynia, la ranchería de Guaybana.

El soberbio Guarionex, marchó en seguida con una frenética turbamulta de indígenas a incendiar el poblado de Sotomayor. Cayó con tres mil indios como una tromba tempestuosa sobre el incipiente burgo, Sorprendió al vecindario durmiendo, pero los atalayas avisaran muy de prisa al Capitán Salazar, quien se vistió apresuradamente, oyendo la estruendosa grita de los asaltantes y el estrépito sordo del combate. Aseguróse el peto, calóse el casco y descolgó su espadón. Aquel acero toledano cortaba un pelo en el aire, pero la hoja mejor templada no vale nada si no tiene una buena empuñadura y ésta necesita una vigorosa mano de hierro que la maneje y un corazón audaz que la dirija. Y de todo esto disponía el Capitán Salazar. Joven, apuesto, intrépido y sereno, ordenó al adalid frunciendo el entrecejo y henchido de cólera, tocar su clarín de guerra para congregar su gente, Al oírlo, respondieron sus adictos gritando: « ¡Santiago y Salazar! »

Los cristianos constituían solamente un pequeño pelotón de audaces. El fornido cacique Aymamón con su mesnada, leal al castellano, contenía las huestes invasoras de Guarionex, El fuego había prendido en los pajares y bohíos, y las llamas y el humo se propagaban, simultáneamente. A la luminaria del incendio combatían en tropel salvaje los indígenas leales con los rebeldes.

Caonaturey, sofocada por el humo, abrió imprudentemente un ventanal de la casa donde vivía con Salazar, La inocencia es atrevida en el peligro. Caonaturey era una valerosa muchacha. Parecía hecha de cornalina por el color rojo de su piel de india, realzado aún más con el áureo metal de los aros que se enroscaban en sus brazos y pantorrillas. Su cabellera, negra como el basalto, caía en desorden sobre su nuca tentadora. Tenía siempre la sonrisa en su boca de frescura primaveral. Sus ojazos negros eran vivaces. La voluptuosa india, floreciente y dulce, se había apoderado del corazón del guerrero español.

Caonaturey, ostentando su vistoso atavío de plumas multicolores, se acercó al ventanal. Bien pronto tres flechas, acompañadas de agudos gritos de la guasábara, penetraron por la abertura: una dió en el resplandeciente casco metálico del Capitán Salazar, otra se quebró en el quicio de la ventana y cayó en el sobrado, y la tercera se clavó en el pecho de la herniosa hija del cacique Aymamón La gallarda joven dobló el cuello, lanzó un doloroso suspiro y expiró en los brazos de su desesperado amante. Salazar lanzó una terrible imprecación, y se arrojó. impetuoso y temerario, seguido de su gente, a lo más intrincado de la pelea.

Los gritos de los combatientes, los disparos de arcabuces y los estallidos del incendio semejaban al fragor de una tempestad de rayos y truenos. Pronto comprendió el Capitán Salazar la imposibilidad de someter a aquellos gandules desenfrenados y poder salvar el caserío del desastre. El incendio se había extendido horrorosamente y una espesa humareda en densos remolinos rodaba por la sabana contigua. Hizo de nuevo tocar su clarín y al grito de guerra « ¡ Santiago y Salazar ! » empezó a batirse en retirada, abandonando el poblado, ya que no podía obtener el éxito de la victoria, Sotomayor ardía por todas partes. Cuantos indígenas trataron de cortar la retirada al bizarro militar mordieron el polvo tajados y maltrechos.

A los rayos moribundos de la luna, en una loma cercana, pudo el Capitán Salazar detenerse y con su ardor caballeresco y su espíritu altivo organizar la marcha hacia Caparra. La claridad lunar se detenía en su broncíneo casco. Con una hábil treta había dejado a los indígenas de Guarionex empeñados en destruir a los indígenas de Aymamón. Desde aquel sitio se distinguía perfectamente el voraz incendio.

Lo primero que sintió el Capitán Salazar, fué haber dejado por detrás el cadáver de su infeliz amante; pero no le era posible volver a Sotomayor a recoger los adorados restos de Caonaturey. Tal vez, en aquellos tristes momentos, estaba el cuerpo de la desgraciada doncella reducido a cenizas.

El camino que conducía hacia la Villa de Caparra, era una intrincada vereda, peligrosísima por la rebelión general de todo el país. El Capitán Salazar y su mermada tropa la afrontaron valientemente, aunque con pocas esperanzas de éxito. Los enemigos no se atrevieron a perseguirles, Se conformaron para celebrar su triunfo, con saquear el poblado Sotomayor y el aduar del leal cacique confederado.

El pequeño escuadrón ganó el camino de la sierra, poniéndose en salvamento, y al rayar el alba del segundo día entraba el la Villa de Caparra, sano y salvo, aunque rendido de cansancio y con los petos y espadones cubiertos de sangre.

Los de Caparra, sabedores ya de la muerte de don Cristóbal de Sotomayor, por noticias llevadas por su intérprete González, que pudo salvarse, daban al Capitán Salazar por perdido considerándole que había sucumbido bajo la pesadumbre de tantos indios alzados, Al verle llegar, gallardo y triunfador, salieron a recibirle con pífanos y tambores, Al valiente Capitán, al ser abrazado por Ponce de León, se le llenaron los ojos de lágrimas.

— ¿Lloráis, Salazar? — le dijo el poblador de Caparra.

— Esta terrible emoción me la produce la pérdida de Caonaturey, que murió en mis brazos atravesada por una flecha y no pude salvar sus restos.

Ponce de León formo tres compañías de soldados para empezar la reconquista de la isla. Una fué comandada por el denodado Diego de Salazar, que los indígenas consideraban como el más valiente entre los cristianos.

Al llegar el joven campeón al sitio donde se alzaba Sotomayor, no encontró más que soledad y ruinas ennegrecidas por el incendio. De aquellas cenizas grises emergía una tristeza profunda. El lenguaje mudo de aquellos escombros era enternecedor y le recordó sus dulces amores con Caonaturey y el infinito dolor de haberla perdido. Todo lo que se va de venturoso deja siempre en el corazón un ensueño de blancura, como en el mar el barco que se aleja impelido por el viento. ¡Cuán grato recordar las hermosas quimeras del pasado y sus divinas ilusiones!

El Capitán Salazar, profundamente emocionado, hizo disparar los arcabuces en homenaje al leal cacique Aymamón, y levantó una modesta cruz a la memoria de la desgraciada doncella india que le fué tan fiel. Los cronicones de la época conservan parte de la historia de estos sucesos, aunque las neblinas de los tiempos modernos tratan de hacerlos desaparecer.

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