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Un espiritu histórico no puede tener dudas de que ha llegado el momento de la resurrección del pasado, de la afirmación del presente y la esperanza del futuro. Esto es parte de ello.
El Cristo de los Ponce

El Cristo de los Ponce

Cayetano Coll y Toste– A pesar de que el 4 de septiembre de 1511 los Oficiales Reales de Sevilla habían entregado a Juan Cerón, al ser repuesto en la Alcaldía Mayor de San Juan, por orden del Rey Fernando, siete ornamentos, imágenes, cálices y campanas para la iglesia de la Villa de Caparra, el gobernador Juan Ponce de León, que tenía que devolver, contra su voluntad, al teniente del Visorrey don Diego, las varas del gobierno en la incipiente colonia, quiso tener una imagen del Redentor para sí y su familia. El altivo Capitán de Mar y Tierra, en Borinqu én, no quería nada que viniera por conducto de sus personales enemigos Cerón, Díaz y Morales. Con tal motivo escribió a la Corte enviando buenos castellanos de oro a fin de adquirir un Cristo, que se le había de remitir en la primera oportunidad.

Los Oficiales Reales de Sevilla, en la Casa de Contratación, al visar las mercaderías de los tratantes de Indias, dieron “pase libre”, sin imposición alguna, al Cristo que remitía al Conquistador de Sanct Xoan su amigo el Comendador de Lares, fray Nicolás de Ovando, que se encontraba por aquel entonces ya de vuelta en la Corte y había entregado el mando de la Española a su sucesor, el primogénito del gran Almirante. El barco que conducía la Sagrada imagen, se hizo a la vela, cruzó la barra de Sanlúcar, llegó felizmente a Canarias, donde hizo aguada y fijó el rumbo al Oeste por aquel mar ya no tenebroso, en demanda de las islas de Barlovento. Este era el itinerario de la vieja travesía para la venida a las Indias Occidentales.

Corría el mes de agosto de 1513 y La Buenaventura,— este era el barco a que nos referimos anteriormente—, con su capitán Juan Pérez al timón, llegó frente a Dominica, llenó de agua los barriles de entre puente, aprovisionóse de leña y terció el rumbo al suroeste, para costear las islas menores de esta parte del archipiélago antillano y buscar las Cabezas de San Juan. Después, pasó la noche temporejando, como rezan las bitácoras de entonces; y, con el claror del alba, aprovechó el fresco terral que las costas cercanas le enviaban, para avanzar en su ruta en busca de Sanct Xoan.

A la siguiente mañana, amaneció el cielo color de panza de burro, y la brisa quedó entorpecida con fuertes ráfagas de viento, que venían del nordeste. La carabela tuvo que navegar de bolina, para evitar las peligrosas cabezadas que el oleaje y el viento la obligaban a dar. Cada vez el tiempo presentaba peor cariz y pronto tuvo que luchar el barco con uno de esos temibles ciclones que con frecuencia azotan nuestra isla.

Juan Pérez, diestro timonel, que no temía, como viejo lobo marino, ni al mar ni a las tempestades, quiso tomar puerto en la cala de San Juan, a pesar de lo encrespado del tormentoso oleaje, y para aproximar su barco a tierra tomó rizos y con el foque y la mayor aproó atrevidamente hacia la costa, en busca del fondeadero anhelado. Y al embocar La Buenaventura hacia la cala, rozó con violencia en la restinga submarina de la punta de Isla de Cabras y despedazóse la quilla rápidamente en aquellos bajíos.

El buque se detuvo, después del convulsivo extremecimiento, y se inclinó de babor. Y las fuertes corrientes, encontradas en aquellas restingas, con el viento furioso y el golpear incesante del impetuoso mar lo destrozaron en corto tiempo. Imposible socorrer a los náufragos. En la vorágine del océano desapareció en seguida casco y arboladura, carga y pasajeros. Rodó sobre las ondas un terrible y prolongado grito de angustias. Todo se lo había tragado el indomable elemento. El sordo mugir de la tempestad quedó imperando sobre la triste escena…

Sólo una caja se vislumbró que flotaba, a despecho del oleaje. Sobre el lomo de las ondas, se le veia aparecer y desaparecer alternativamente. En vano una onda se empinaba sobre otra onda para llevarla al fondo. Las olas no podían sumergirla. Poco a poco se fué aproximando aquel bulto hacia tierra y se entró por la Boca del Morro, replegándose a un remanso de la corriente, que se forma junto a las peñas de la derecha, y aún existe, y que viene a ser como una pequeñita ensenada, donde las olas, después de rugir y golpear en las rompientes coronándose de espumas, penetran mansamente en aquel recodo.

Allí fué recogida la afortunada y misteriosa caja por algunos vecinos, curiosos que presenciaban el naufragio, a pesar del mal tiempo; y uno de ellos dispuso, echándosela de autoridad, que fuese llevado aquel bulto a Caparra y que allí se sabría a quién pertenecía.

Tal como se acordó se hizo. La caja era de fresno y pronto el martillo y cortafrío dieron cuenta de sus clavos. Dentro del misterioso cajón venía una envoltura fuerte: era estopa de cáñamo, acorchada, de poca resistencia, fofa aunque gruesa, y que impidió que el agua del mar penetrase más adentro y dañase una cajuela de cartón fino, que contenía envuelto en algodones y tafetán de seda blanca, un Cristo Crucificado. Imagen que fray Nicolás de Ovando remitía a su amigo el Capitán del Higüey y Conquistador del Borinquén. Recogió Juan Ponce de León la salvada imagen y una carta del Comendador, que con ella venía- Y por mucho tiempo veneróse con gran religiosidad la sagrada efigie primero en la Villa de Caparra, y después en el altar de la Capilla de Nuestra Señora de Belén en la iglesia de Santo Tomás de Aquino.

Los descendientes del Conquistador, y sobre todo, doña Isabel de Loaysa, fundadora y legataria de dicha capilla, siguieron venerando aquella imagen del Redentor; y el pueblo de San Juan rindiéndole ferviente culto. Se dice en los cronicones de aquella época, que hacía milagros; y se le conoció siempre con el nombre expresivo de El Cristo de los Ponce.

El tiempo ha tendido su fina red de olvidos sobre la milagrosa efigie, porque el tiempo oscurece o mata las mejores añoranzas. Toda la documentación particular del Capitán del Higüey se ha perdido. Sólo se ha salvado respecto al colonizador y primer gobernador de Puerto Rico, lo que se conserva en el Archivo de Indias.

Actualmente en la iglesia de San José, que es la antigua Santo Tomás de Aquino, se venera una imagen del Redentor, que se llama El Cristo de los Ponce. Y existe la creencia popular, que este Cristo es el que se salvó milagrosamente en el naufragio de La Buenaventura.

Nota del Administrador: Muchas iglesias católicas tienen una imagen de Cristo bajado de la cruz y colocado en una urna de Cristal. A través de los años he visto varias, pero ninguna me ha llamado tanto la atención como esta. No sólo es sumamente realista sino que es una talla en madera, sus brazos articulan con el hombro y los pies están uno sobre el otro y ambos perforados por un hueco redondo, lo que de inmediado indica que ha estado en la cruz. Esta imagen es el Cristo de los Ponce, llamado así porque fue un regalo del Rey Fernando el Católico a la familia de Juan Ponce de León. Ha estado en Puerto Rico por más de 500 años. Hoy se encuentra cerca de la entrada principal de la Parroquia San Fernando, en la plaza de Carolina. El Cristo de los Ponce es indudablemente uno de nuestros grandes tesoros de arte religioso.

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