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Un espiritu histórico no puede tener dudas de que ha llegado el momento de la resurrección del pasado, de la afirmación del presente y la esperanza del futuro. Esto es parte de ello.
Sierra Guilarte y El Grano de Oro

El Grano de Oro

Cayetano Coll y Toste– Entre los pobladores del Boriquén, que se habían dedicado a la busca de oro, había dos activísimos sevillanos, Antonio Orozco y Juan Guilarte. Eran muy amigos. Vinieron a la isla con cartas de vecindad del Rey, dadas por la Casa de la Contratación de Sevilla. Vivían en Caparra y disponía cada uno de una Encomienda de cuarenta indios, un solar y una caballería de tierra. Orozco y Guilarte trabajaban con sus cuadrillas de naborías en los placeres auríferos del río Mabiya lavando diariamente arenas y más arenas, en busca de las deslumbrantes pajuelas del Precioso metal. Un día dijo Orozco a Guilarte:

—El lunes de la semana entrante, al romper el alba, nos vamos a ir tierra adentro, a ver si nos topamos con algún yacimiento de oro.

¿Llevaremos indígenas por guías?

—No. Llevaremos brújula para orientarnos, marchando siempre hacia el Sur: y repletas las alforjas para unos días. Dejaremos nuestros capataces al frente de las cuadrillas en el Mabiya.

—Conforme! Pero no debemos olvidar núestras mantas, para defendernos del relente, si hemos de dormir en el bosque.

Después dé ocho días de exploración a través de la selva virgen, llegaron a una cumbre, desde la cual divisaron el mar Caribe a un lado, y al otro el Atlántico. El panorama era esplendente; sabanas y montículos con todos los colores del verde, desde el claro esmeraldino al ágata crisoprasa; y al horizonte, de frente y de espalda, dos franjas de azul turquí.

—Aquí fabricaría yo una casa de campo, dijo Guilarte.

—Valiente burrada sería, replicóle Orozco. Esto es bueno para contemplarlo un rato, pero luego hastía!

—Pues yo creo que a mí no me hastiaría nunca! Volvió a anotar Guilarte.

—Tonto! Lo mejor es que reunamos mucho oro y nos larguemos a Triana. ¡De Sevilla al cielo!

—Pues chico, muchas arenas tenemos que lavar para asegurar algo. Y luego, eso de tener que dar al Rey el Quinto, por su linda cara! Vamos, me parece que en mucho tiempo no salimos de nuestra pobreza!….

Los dos amigos, sentados sobre una roca, después de su andariega expedición, abrieron sus morrales y empezaron a devorar su pan casabí y unos pedazos de queso canario.

Orozco era un hombre como de treinta años, piel blanca, pecosa, pelirojo, ojos pequeños y grises, nariz aguileña pronunciada, labios finos contraídos, con las comisuras caídas. Alto de cuerpo, enjuto y descarnado. Espíritu impaciente, audaz, ambicioso.

Tenía la mirada picaresca del tahúr de profesión. Revelaba en su tipo los cruzamientos de sus antepasados. Su atavismo surgía en el ojo gris vándalo y en su nariz judaica.

Guilarte representaba un genuino tipo berebere, nacido en suelo español. Trigueño, ojos negros rasgados, nariz recta y fina, rostro oval, cerrado de barba negra, brillante y rizada. Permanentemente la sonrisa en los labios. Buena musculatura. Indolente. Le atraia el canto de los pájaros y el rasguear de una guitarra. Le gustaba cortejar las indias y había aprendido con ellas a cantar y bailar los areytos.

De pronto Guilarte dijo a Orozco:

—Mira hacia esa hondonada en la dirección de mi brazo. Qué ves?

—Una piedra, que brilla como un topacio con los rayos del sol.

—Fíjate bien y verás que es un trozo de oro unido a un trozo de cuarzo.

—Efectivamente! Qué buena vista tienes! Y es bien grande!….

—Pero ¿quién diablos desciende de esta elevada montaña allá abajo para recogerla?

—Pues tú y yo!….

—¿De qué modo? dijo Guilarte.

—Hagamos aquí campamento con yaguas y tejamos sogas de majagua, que reforzaremos con bejucos. Y con sogas haremos una buena escala.

—Pues al avio! Las palmas de yaguas están ahi y más allá distingo un boscaje de majaguas. Las lianas están por donde quiera para darnos fuertes bejucos.

Ante el hallazgo fortuito de tan valioso grano de oro desaparecia la contemplación de aquella hermosa naturaleza virgen, sorprendente, que el sol bañaba con áureos reflejos venciendo la maraña impenetrable de la selva. El follaje raquítico bordeaba el abismo y de una roca pelada manaba un hilo de cristalina linfa que huía rápidamente por entre los peñascales, perdiéndose el brillador chorrito en las profundidades de aquella inmensa olla.

Terminada la escala con rapidez y pericia extraordinarias y bien asegurada a un gran cedro descendieron por ella fácilmente Orozco y Guilarte. Llegados al fondo del abismo vieron que la piedra codiciada era más grande de lo que creyeron en un principio.

—El oro que tiene esta piedra vale, separado el cuarzo y demás ripio, de cuatro a cinco mil castellanos, dijo Guilarte, que era inteligente en metalurgia.

—Lo suficiente para sacar avante a uno de los dos, pero no a entrambos. Busquemos a ver si encontramos’ otro grano.

Desengañados de no encontrar más oro, dijo Orozco a Guilarte:

—Te voy a proponer un negocio. Juguemos a los dados este hallazgo y a quien Dios se lo de, San Pedro se lo bendiga. Si te lo ganas, puedes ya retirarte a España. Si me lo gano yo, me voy de soleta a Sevilla. El que se quede en Caparra se encarga de la Encomienda de su compañero y la explota en sociedad.

—Bueno, contestó Guilarte. ¿Y los dados?

—Aquí los tengo, replicó Orozco.

—Pues, échalos!

La suerte favoreció a Orozco. Y Guilarte lo felicitó con sinceridad, añadiendo:

—Se han cumplido tus deseos. Vámonos para arriba.

—Sube tú primero, yo iré después con la piedra. Guilarte echó mano a la escalera y trepó ágilmente por ella.

Cuando llegó arriba se sentó al borde del abismo a esperar a su amigo. Orozco subió bien hasta la mitad de la escala, pero se rompió un escalón y estuvo a punto de caer, pues tenía la mano izquierda embargada con la piedra aurifera. Gritó a Guilarte y éste le contestó:

—Qué hago?

—Tira de la escala para que me ayudes a ascender o tengo que soltar la piedra. Pronto, pronto! Guilarte, que era hombre de muchas fuerzas se acercó al cedro y empezó a halar de la escala con precipitación. De repente rodó por tierra. La escala, hecha de fibras verdes de majagua a pesar de estar reforzada de bejucos, también verdes, no pudo resistir el roce áspero de la peña y súbitamente se rompió. El infeliz Orozco cayó en ‘a hondonada desde una gran altura y aunque la maleza amortiguó el golpe, quedó medio muerto en el césped del bosque. Imposible le fué a Guilarte poderlo socorrer, y desalentado regresó al campamento de Mabiya, caminando dia y noche.

Con ayuda de buenos indios, prácticos, y fuertes escalas volvió Guilarte, diligente, al socorro de su infortunado amigo. Cuando llegó a su lado estaba aún vivo, abrazado a aquella fatídica piedra que le costaba la vida. Lo primero que pidió fué agua. No había podido moverse de donde había caído porque tenía rotas las dos piernas. Después que satisfizo la sed, llamó a Guilarte y le dijo:

—Voy a morir! Oyeme! Tú descubriste el grano de oro y yo te quité tu parte usando dados falsos. Dios me ha castigado. Perdóname!….

Y expiró. El pobre Orozco fué víctima de su ambición. Todas las pasiones son buenas, ha dicho un filósofo, mientras uno es dueño de ellas, y todas son malas cuando nos esclavizan. Conducido el cadáver al campamento de Mabiya se le dió cristiana sepultura. Sabido en Caparra lo ocurrido, los Oficiales Reales dieron cuenta al Rey, quien concedió a Guilarte todas aquellas tierras exploradas por él y su infiel y desgraciado amigo. También es verdad que el honrado y desprendido vasallo había regalado a la Catedral de Sevilla aquella enorme pepita de oro, por la cual Orozco, con el ansia de enriquecerse, había sido traidor a la amistad.

Todavía en la cordillera central de la Isla, hay una cumbre, denominada La Sierra de Guilarte, que recuerda este trágico suceso.

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