Lionel Valentín
Publicación autorizada por Lionel Valentín Calderón, artista, escritor y Siervo del Señor.
Cayetano Coll y Toste- Cundeamor, como todos la llamaban, era una guapa muchacha que tenía revueltos a todos los mozos galanteadores del barrio de Guayabota. Pálida, como una azucena y con unos ojazos negros, chispeantes, fascinadores, capaces de sugestionar al más rebelde galán. Su ondulante cabellera recogida siempre en dos gruesas y brillantes trenzas, caían sobre sus espaldas con estremecimientos como de serpientes de ébano.
Los desvanecidos gayanes, atraídos por el inefable aspecto de la gentil doncella, se le declaraban amorosos y rendidos, en bailes y velorios, tan pronto Cundeamor clavaba en ellos, cual dos puñales, sus hipnotizantes ojos, y su mirada fulgurante era difícil de resistir. Luego, volviéndoles las espaldas, con un mohín burlesco, no concedía tentadora sus sonrisas y querencias más que a Florencio, que todos llamaban por apodo Alegría, vigoroso mocetón de veinte años, bien parado, cantador sempiterno de décimas a lo divino y a lo humano; el vago más redomado de la comarca y el gayán más bravo y peleador del palenque.
La madre de Cundeamor, labriega de enjuta tez, arrugada frente, cerrada de entrecejos’, bigotuda, con pelillos a la entrada de los oídos, y de violentos modales, al saber de estos amoríos de su hija, so desesperaba y regañaba a la moza de lo lindo; por dos veces levantó airada la mano para darle una tunda, pero se contenía ante la formal oferta de la muchacha, que le prometía, lloriqueando, no mirar más a la cara del pobre Florencio, tan mal quisto en la casa.
Todo quedó reducido, pujes, a amenazas de una parte, hasta jurar la vjeja que mataba la hija a palos, si fuese necesario, antee de verla en brazos de aquel veleidoso tunante; y de la otra parte, a discreteos y engañosos subterfugios en la terca moza para poder ver a satisfacción a su adorado tormento.Convino Cundeamor eon Florencio, que tan pronto como apuntase el lucero de la madrugada, ella pediría permiso a su madre para ir ¡eh busca de agua a la quebrada, a fin de que el sol no le hiciera daño, ni el calor del día la sofocara, ni la perturbaran los atrevidos vecjnos con sus requiebros. Y él, su preferido Florencio, le avisaría de su presencia allá abajo, junto al riachuelo, silbando fuertemente como lechuza.
La madre de Cundeamor, tonta de1 capirote, le concedió el permiso desde lufego, al ver el alabastrino rostro de su hija con la blancura de un lirio, expuesto a mancharse de pecas, como estaban muchas lindas muchachas de Guayabota que parecían Guineos, pasados de maduro.
—Aunque es ya la media noche, no quiero, don Ramiro, dejar de acompañar a usted; y aquí estoy en mi rucio a sus órdenes.
—Me alegro, señor Antonio. No sabe usted lo penoso que me hubiera sido atravesar solo ese maldito camino de La Pandura, por donde la gente no se atreve a andar de nocde por miedo al Pájaro Malo.
—¿No lleva usted escapularios de la Virgen del Carmen?
—Sí, los llevo; pero cuando el diablo anda suelto hasta en la Corte Celestial cierran las puertas.
—Pues yo don Antonio, tengo fe ciega en mis oraciones; me confieso mensualmente; y me parece que con los dedos puestos en cruz le hago frente a Satanás y a todo el infierno.
Don Ramiro era un hombrecillo de cuarenta años, bajo, regordete, de cabeza deforme, color aceitunado, ojos de gato con brillo de carbunclos, corta nariz nagroide y algo corcobado.
Don Antonio era cincuentón, alto, flaco, color rojo pecoso, boca torcida con sonrisa sarcástica, ojos bizcos con uno de ellos de mirar de inquisidor, siniestro, nariz afilada de aguilucho, como garfio; y cuando hablaba parecía que silbaba como una serpiente., Eran dos tipos repulsivos; se temían; y se buscaban para sus negocios truhanescos. Ambos iban vestidos de dril crudo, con sombrero de Jipi-Japa, y montados en banastillas.
Iban conversando estos’ dos vecinos de Maunabo, a la vez que repechaban malas cuestas, zanjones y gradillas, en demanda de Yabucoa y Humacao, para ver de tranzar unos enredos hipotecarios’ que tenían. Tanto don Ramiro como don Antonio eran albaceas obligados en todas las testamentarías; y solían quedarse con el catre y la batea, como canta la célebre vulgar seguidilla de Núñez, dejando a las indefensa viudas y a los desamparados huérfanos a los lindes del la miseria. Esto no era óbice para que oyeran puntualmente las misas, rezadas y cantadas, confesaran y comulgaran con frecuencia, fueran hermanos del Santísimo y llevaran el palio en las procesiones de Corpus Christi y Santo Entierro. Prestaban dinero a interés en el vecindario; pero, eso sí, con la garantía de dos buenas firmas y al dos por ciento mensual; capitalizando los intereses cada seis meses como un favor especialísimo a sus clientes.
Ya llevaban recorrido nuestros dos hombres de negocio, por no decir garduños, la mayor parte del camino, fumando y charlando a su gusto, cuando de pronto, casi a un mismo tiempo, detuvieron sus caballerías. Habían oído por su desgracia, ¡el agudo y prolongado chirrido del Pájaro Malo. Se quedaron paralizados de terror.
-—Imposible volvernos, amigo mío—dijo medroso, don Antonio.
—¡Dios’ sea con nosotros! —exclamó espeluznado, don Ramiro. —Me parece haber sentido el batir de sus misteriosas alas sobre mi cabeza.
—¡Yo siento olor de azufre! ¿Lo oye usted?
—¡Vaya que si le oigo!
Y se espaciaba en el aire un sonido monótono, lúgubre y desagradable. Era el chirriar del Pájaro Malo.
—¡Corramos!…
—¡Corramos!….
Y entrambos, presas de un pánico terrible, y aguijoneados por un sentimiento de solidaridad común, espolearon con frenesí sus caballos., Estos arrancaron a correr descompasadamente por entre tantos pedregales, con el estímulo de los acicatea y a corta distancia tropezó el corcel de don Ramiro y salió éste despedido del asiento como una bala de cañón, yendo a dar de’ cabeza contra el suelo, donde quedó privado de sentido y medio muerto. Don Antonio pasó por el lado de su colega con la caballería a escape tendido. Iba la bestia desbocada, como flecha que despide el arco tirante. En la vertiginosa carrera del alazán, obediente al continuo acicatear del jinete, metió la caballería la pata derecha en unas gradillas pegajosas, no la pudo sacar a tiempo, desequilibróse el bruto, y caballo y caballero rodaron por tierra, con tan mala suerte, que don Antonio cayó del lado del precipicio horrendo y fué volteando el infeliz hasta el fondo del abismo, donde se estrelló el cráneo en una peña.
A los chirridos de lechuza, que daba Florencio todas las madrugadas, acudía Cundeamor a la quebrada con la botija al costado.
La quebrada era un hilo de agua, límpido, transparente, gárrulo, que brotaba de «un peñasco musgoso.
Corría susurrando su canción de paz, con tintineo metálico, sobre una laja descarnada y venía a formar una fontana entre cafetos, guabas, y helechos silvestres; después la fuentecilla se perdía, bordada de juncos las orillas, en la hondonada del bosque.
Allí, junto a un grupo solitario de palmas reales, con un piso de tupida grama,, salpicado de rojas amapolas y campanillas azules tenían su amorosa cita y su dulce gorjeo nuestros dos jóvenes campesinos. Había rachas de aroma incitante en el ambiente de aquel nido.
Allí, en plena libertad los amantes, se requerían de amores a su gusto, en férvida exaltación, dejando volar sus ardientes fantasías y entonando un himno al amor libre, sublime y rápido meteoro de la vida fugaz…
El brillo de los ojos negros de Cundeamor y la influencia misteriosa de sus torneados hombros, dejaban a Florencio estático y hechizado. Y las caricias del mancebo tornaban la intensa palidez del rostro de la gentil campesina en rojo de cambustera.
Solo el pudor de la gallarda joven contenía al audaz Florencio; y un beso dado en la tersa frente! era la despedida final.
Esto ocurrió muchos días; y los besos bajaron a las mejillas y a los labios. La sangre no es linfa clara sino rojo licor; y la voluntad y el recato, combatido por la embriaguez del deseo, sucumbieron al fin ante el ardor juvenil de la carne y el mandato imperativo de la pasión desbordada. No existe paraíso sin serpiente.
Las viejas del barrio de Guayabota al oir el monótono y desagradable chirrido del Pájaro Malo musitaban rápidamente una oración, se cubrían de seguida la cabeza con la frisa y se quedaban dormidas de nuevo. No faltaba alguna., como la tía de Florencia, que al siguiente día exclamara:
—¡Todo cambia en este mundo! Cuando yo era moza de quince años el Pájaro Malo cantaba a la media noche; y ahora le oigo cantar de madrugada.
—¡Quiá tía, es que usted sueña! No se acueste del lado del corazón! Le replicaba el picaro sobrino.
—Calla, Alegria, que tú no sabes más que cantar décimas y dormir todo el día como un lirón.
Si, por casualidad te coge el Pájaro Malo en el camino de La Pandura y lo oyes cantar; temblarías como un alfeñique y te ibas a morir de miedo!
¡Y Florencio, receloso, y sonriente al recuerdo de tiernas añoranzas contestaba a su tía:
—¡Tiene usted mucha razón!
Don Ramiro y Don Antonio, veteranos en picar días, llevaban el pájaro malo en sus negras conciencias de tramposos leguleyos. Eran dos pérfidos prestamistas, con las testas rellenas de malas intenciones.
El miedo que tenían se convirtió en terror, al pensar que el diablo iba a cargar con ellos, en cuerpo y alma. Por éso huyeron precipitadamente y encontraron una tétrica muerte en su camino, al escuchar el simulado grito de la lechuza que producía Florencio para avisar a su querida Cundeamor de su presencia al pie de la quebrada. Los bribones no pudieron contener sus nervios, ni sus medrosos corazones de supersticiosos criminales. Y, a pesar de la muerte desventurada que sufrieron, no pudieron impedir que el diablo cargara con sus almas, como vampiros que eran de viudas y huérfanos.,
Por fin, Florencio dejó de ser Alegria canturreador de décimas a lo divino y a lo humano, para convertirse en un hombre formal., Había heredado el Conuco de su tía, se trajo a Cundeamor a su lado con la aprobación de la madre y la sencilla bendición de la naturaleza;r genuinos esponsales de la especie humana entre muchos campesinos. Concretóse Florencio a cultivar con ahínco su campito; a cavar, arar, sembrar, podar y roturar; e hizo de sus tierritas un huerto y un jardín. Cundeamor era su ángel bueno; y era la que se dedicaba ahora a tararear canciones y más canciones todo el día; sobre todo, al recolectar la cosecha. Y los vecinos del barrio de Guayabota no volvieron a o ir chirriar al Pájaro Malo, en mucho tiempo..
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