
El PPD en la década de 1990 ¿una crisis de liderato?
Mario R. Cancel Sepúlveda- ¿Cuál era la situación del PPD en la década de 1990? ¿Podría una organización producto y reflejo de la Guerra Fría elaborar ajustes que le permitieran sobrevivir como una alternativa real en la pos-Guerra Fría? El hecho de que en 2016 todavía sean una opción electoral para decir que sí. Pero lo cierto es que el asunto no se reduce a ganar elecciones. El bipartidismo que ha caracterizado la praxis electoral colonial desde 1968 al presente no deja mucho margen para el juego: si no gana el malo vencerá el peor, como ha sugerido tan certeramente Emilio Pantoja con su metáfora de la kakistocracia.
El PPD en la década de 1990 ¿una crisis de liderato?
Un problema no discutido a profundidad es que aparte de Calderón Serra y Aníbal Acevedo Vilá, el PPD no tenía ninguna figura vigorosa y atractiva para oponerle a Rosselló González en la década de 1990. No se trata de que no tuviese personalidades inteligentes y organizadas para la tarea. Héctor Luis Acevedo o Eudaldo Báez Galib por ejemplo, cumplían con ese criterio de profundidad que los podían convertir en una alternativa real. Sin embargo ninguno cumplía con las condiciones mercadeables del top model político que, por otra parte, ya estaba abandonando a Rosselló González. En aquella década el liderato popular se caracterizó por su opacidad. Muñoz Mendoza, la candidata en 1992 a quien se le reconocía como soberanista, renunció a la presidencia en 1993 tras la derrota. El profesor Acevedo, un intelectual probado de tendencias también soberanistas, tomó las riendas de la organización y cargó con la derrota en 1996. La vieja política abrió paso a una nueva política para la cual el liderato popular no estaba preparado. En el proceso electoral de 1996 parecía imposible derrotar a Rosselló González. Los populares tuvieron que recurrir a su único mito vivo para apelar al electorado. En octubre de 1996, Roberto Sánchez Villela abandonó el silencio para llamar públicamente a que se votase contra Rosselló González. La gestión no tuvo éxitos: los iconos del Puerto Rico moderno ya no parecían funcionar.
No solo eso. El giro de la década de 1990 puso en duda la legitimidad del ELA con argumentos análogos a los que había esgrimido en la década de 1950 los opositores a esa opción de estatus. En 1994 Marco A. Rigau, soberanista, afirmó públicamente que el ELA carecía de plena dignidad política y que tampoco garantizaba una forma de unión permanente con Estados Unidos. Con ello ponía en entredicho dos de los pilares de la teoría muñocista formulados en el punto álgido de la Guerra Fría. Miguel Hernández Agosto, otro de los líderes más respetados de la organización, se ocupó de responder desde una postura afirmativamente moderada. Su argumento era que, de ser así, Estados Unidos había engañado a todo el mundo civilizado en 1952. La figura retórica de que el ELA no podía ser un engaño porque Estado Unidos no es capaz de tamaño engaño se ha reiterado en diversa ocasiones desde entonces. La idea de la “inocencia americana” estaba todavía bien enraizada en los sectores del centro político en la colonia.
Las fisuras dentro del PPD animaron la pugna entre los moderados y soberanistas de todos los calibres. La consulta plebiscitaria de 1998, en lugar de subsanarla, las aceleró. Un lemento interesante de aquel evento fue que abrió las puertas para un liderato nuevo. Pero las figuras que ocuparon los espacios vacantes, a pesar del despertar soberanista, se caracterizaron por su moderación ideológica. El resultado neto del plebiscito fue desorientado y confuso. Ello combinado con el ascenso de los populares moderados a la cúpula organizativa que puso en “compás de espera” el tema estatutario hasta el 2012. Ese año correspondió otra vez al PNP, entonces bajo la férula de un liderato republicano encabezado por Luis Fortuño Burset y Jenniffer González, retomar el asunto con los resultados que con posterioridad discutiré. Entre 1998 y 2012 el PPD fue cada vez más cuidadoso en cuanto al manejo del espinoso asunto del estatus.
¿Qué pasó con el estatus?
El triunfo de Calderón Serra en las elecciones de 2000 garantizó la tregua y la inacción. El candidato del PNP Carlos I. Pesquera una figura nueva vinculada al rosellato que aspira retornar a la política en 2016; y Berríos Martínez (PIP), un símbolo del continuismo y del independentismos de la nueva vieja guardia, fueron sus opositores. El compañero de papeleta de Calderón Serra fue Acevedo Vilá, candidato a la comisaría en Washington y abogado, con quien tenía desavenencias ideológicas. De hecho Calderón Serra, una moderada, prefería para esa posición a José A. Hernández Mayoral, abogado e hijo del caudillo de Ponce y un respetado ideólogo conservador que había profundizado en las posturas filosófico-políticas de su padre.
Las convergencias entre Calderón Serra y Hernández Mayoral eran muchas. Los dos provenían de importantes familias de la burguesía puertorriqueña y coincidían en que el problema de estatus estaba solucionado desde 1952. Si la estadidad era imposible y la independencia un potencial desastre, trabajar en el marco de las relaciones existentes era lo más pragmático. Las fisuras sobre las que llamaban la atención los soberanistas eran pecata minuta: lo que el ELA necesitaba era algunas reformas cosméticas y seguiría siendo funcional como un sistema de relaciones permanente.
Calderón Serra simbolizaba a los sectores moderados vinculados al capital local desarrollado después de la Segunda Guerra Mundial. Su padre era dueño Payco Ice Cream Corporation y de Calderón Enterprises, había sido miembro de la Junta de Directores del Puerto Rico Sheraton Hotel y del Banco Popular de Puerto Rico. Calderón Serra proyectaba muy bien el modelo del “burgués exitoso”, valor que combinado con el hecho de que fuese una mujer que había triunfado en un mundo dominado por hombres y patriarcas, había sido la primera Secretaria de Estado del país en 1988, aumentaban su atractivo. Su acceso a la gobernación sería la culminación de una carrera pública extraordinaria. Es interesante que su condición de persona privilegiada no minara la simpatía que su imagen producía en el ciudadano común, tal y como había sucedido con Ferré Aguayo cuando accedió al poder en 1968. La opinión pública la interpretó como una mujer pionera y un símbolo legítimo de hasta dónde podían llegar las reivindicaciones feministas incluso en un país tan tradicional como Puerto Rico.
Calderón Serra contrastaba con la caricatura del “político vociferante” que había dominado durante la década de 1990, sin lugar a dudas. El lema de su campaña, “Un gobierno limpio” y su formalidad y urbanidad chocaban con el perfil de figura corrupta y el lenguaje neopopulismo urbano de Rosselló González. Aparte de ello, como ya se ha señalado antes, su función protagónica en la articulación de la campaña de la “Quinta Columna” en la consulta de 1998 la convertía en la figura idónea para ganar los comicios.
El giro que imprimió Calderón Serra al asunto del estatus tras la consulta tuvo, sin embargo, efectos contradictorios. La funcionaria revivió el tema de la “Asamblea Constituyente” como método para resolver el estatus. El tema de la cuestión táctica fue introducido por Aníbal Acevedo Vilá, Comisionado Residente en Washington en 2001. Las ventajas de hablar el lenguaje de la “Asamblea Constituyente” favorecía la convergencia con los sectores anticoloniales que no eran populares: me refiero a los socialdemócratas, los socialistas y los nacionalistas. La contradicción radicaba en una cuestión retórica que podía tener efectos materiales concretos. La gobernadora hablaba de una “Asamblea Constitucional de Estatus” y para algunos observadores ello no necesariamente equivalía a una “Asamblea Constituyente” descolonizadora. No me parece necesario recordad que en una asamblea constitucional observada mundialmente se había creado el Estado Libre Asociado en 1952. Estas estructuras legales no son inmunes al manejo de las fuerzas políticas y económicas que las rodean y las exceden.
Una “Asamblea Constitucional de Estatus” ofrecía un abanico de posibilidades capaz de complacer al más moderado de los populares. Técnicamente podía ser percibida como una mera revisión de la relación Puerto Rico y Estados Unidos dentro del marco del Estado Libre Asociado con el fin de preservar esa estructura pero mejorada. Esa y no otra había sido la meta de Muñoz Marín y Antonio Fernós Isern en 1959. Los nuevos espacios de soberanía no tenían por qué afectar la soberanía del otro porque no sacarían a la isla de la cláusula territorial. Ello podía representar una tabla de salvación para el ELA. Lo cierto es que la idea de un “ELA (más) soberano” resultaba jurídicamente absurda para muchos en el 2001
La segunda aspiraba superar el ELA camino de la independencia o la libre asociación y dejar atrás el régimen de 1952.
Una “Asamblea Constituyente” implicaba el retorno hipotético al ceo, a la tabula rasa para, desde ese sitio y acto, inventar la relación sin fisuras coloniales. Se trataba precisamente de lo que no había ocurrido entre 1950 y 1952. La legitimidad de la misma dependía de que la decisión se tomase desde la soberanía, sin coacción. Y en Puerto Rico ese concepto levantaba y levanta el espantajo de la independencia corroborando el principio de que es más fácil ser un demagogo que un intérprete. El hecho de que ese recurso y esa lógica hubiesen sido promovidas por dos juristas radicales, Pedro Albizu Campos y Juan Mari Brás, no favorecía al mismo. Todo ello condujo al clima de confusión que se adueñó del tema durante el cuatrienio de 2001-2004.

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