Lionel Valentín
Publicación autorizada por Lionel Valentín Calderón, artista, escritor y Siervo del Señor.
En la isla de Puerto Rico, llamada por los aborígenes Borinquén, una tragedia de amor sembró para la eternidad la leyenda de Guanina y Sotomayor.
Guanina era una india cándida y bella, cuyo nombre significa, en la lengua de su pueblo, los taínos , «resplandeciente como el oro»; Sotomayor, un apuesto hidalgo que capitaneaba las tropas españolas en la región. Pese a que los dos jóvenes apenas podían comprenderse porque hablaban lenguas diferentes, el latido de sus corazones les fue acercando poco a poco. Pero la joven estaba prometida con un indio llamado Guarionex, enamorado de ella desde que ambos eran niños, y, además, era hermana del cacique de su pueblo. Sin embargo, Guanina solo anhelaba encontrarse con el aliado español, poder contemplar su rostro, escuchar su grave voz.
Sotomayor había firmado un pacto de fraternidad con los taínos y temía que se molestaran si llegaba a ceder a su atracción por Guanina. Porque, a diferencia de otros colonizadores, don Cristóbal intentaba respetar las tradiciones de los indios y evitaba hacer cualquier cosa que pudiera enemistarle con el jefe aliado. Así que, siempre que Guanina pasaba junto a él, contemplándolo de soslayo y dejando un aura perfumada de flores, aunque no podía evitar la agitación de su pecho, el joven rehuía sostener su mirada.
Sin embargo, una tarde en que Cristóbal Sotomayor estaba bañándose en un remanso del río para refrescarse del húmedo calor del trópico, Guanina apareció entre los juncos de la orilla y, como si ignorase su presencia allí, se desnudó y se metió en el agua. Bajo la tenue luz crepuscular, lo deslumbró la visión de su cuerpo perfecto y su piel de oro. Guanina desató su trenza y una larga cabellera negra se deslizó a lo largo de su espalda atravesando la superficie cristalina. Entonces lo miró a los ojos. Sus pupilas, pequeñas y profundas, reflejaban la estrella del atardecer.
Subyugados por el murmullo de las aguas y el canto de los pájaros, sin que mediara palabra, los amantes se abrazaron por vez primera y con suaves caricias correspondieron a un deseo hasta entonces reprimido.
Bajo la fronda de una ceiba centenaria que crecía a la orilla del río, y protegidos por la tupida vegetación y las flores silvestres, los sorprendió el amanecer dormitando junto al tronco del gran árbol testigo de su inmenso amor. De pronto, los jóvenes escucharon unos pasos y apenas tuvieron tiempo de reaccionar cuando encontraron frente a ellos la mirada furibunda de Guarionex, que se había pasado la noche buscando a Guanina por el monte.
—¡Me has robado el amor de Guanina y por ello vas a morir! —gritó, desesperado.
Cristóbal Sotomayor empuñó su espada para defenderse y con ella rompió en dos pedazos la lanza de madera de Guarionex, quien, viéndose indefenso, huyó a contar lo sucedido al hermano de la joven.
Pero Guarionex sabía el gran aprecio que su cacique sentía hacia el joven Sotomayor y decidió dar una versión distinta de lo ocurrido, de modo que todos creyeran que Guanina había sido forzada por el militar español. Sorprendido por la noticia, el jefe indio entró en cólera y juró que vengaría el honor de su hermana. Poco después, apareció Guanina que le contó la verdad. Los ojos de la joven expresaban la misma pasión que sus palabras: estaba decidida a unir su vida a la del capitán español.
—¿Estás segura de que amas a Sotomayor y de que quieres romper tu compromiso con Guarionex? ¿Piensas que nuestro pueblo lo aceptará? Incluso un cacique se debe a su gente y está obligado a respetar sus tradiciones —intentaba explicarle el jefe indio, quien desde hacía tiempo sospechaba los sentimientos de la joven.
—¡Sin él no podré vivir! —exclamó llorando Guanina.
El cacique llevó el caso ante el consejo de ancianos, confiando en que el veredicto de los hombres de más edad iluminaría su decisión.
Pero, a sus espaldas, Guarionex convenció a los abuelos para que votaran en contra de la unión entre la india y el europeo, algo que sentaría un mal precedente y que rompía las tradiciones más sagradas del pueblo taíno. Además, ¿qué podía esperar Guanina de un extranjero que quizá tuviera otra esposa en su tierra? ¿Iba a quedarse Sotomayor en Borinquén con Guanina, o pensaba regresar a su patria? ¿Acaso no pensaría pronto en abandonarla y marcharse cargado de oro, como los demás españoles?
Los ancianos prohibieron la unión y el cacique encerró a su hermana en un bohío, custodiada por dos guerreros, para que no pudiera escapar.
Entretanto, el apuesto capitán Sotomayor, vistiendo su traje de gala y acompañado por una cuadrilla de soldados de su confianza, se encaminaba hacia la aldea para visitar a su aliado y pedir la mano de la hermosa Guanina. Pero Guarionex se interpuso en su camino: contó a los indios que el español se aproximaba con un escuadrón de soldados para apoderarse de Guanina y tomarlos a todos como esclavos.
Los aborígenes tenían noticias de que en otras regiones de la isla los conquistadores estaban forzando a los taínos a trabajar en su absurda búsqueda de oro, lavando la arena de los ríos y cavando minas, así que pronto cundió la alarma y la aldea en pleno se preparó para la defensa contra quienes suponían sus enemigos.
A la entrada del poblado, los taínos emboscaron a Sotomayor y a los suyos, que fueron sorprendidos por un aguacero de flechas y lanzas. Los españoles se atrincheraron tras los cuerpos de sus caballos, que relinchaban por el griterío del combate. Gracias a sus armaduras de acero y a sus armas de fuego, los soldados conseguían resistir el ataque e intentaron escapar. Pero entonces, los indios, superiores en número, los acometieron con una furia hasta entonces desconocida.
Las puntas de madera endurecidas al fuego se rompían al tropezar contra las armaduras, pero penetraban por las uniones entre las piezas de metal y causaron numerosas heridas a los colonizadores.
En la sangrienta lucha, Sotomayor, cegado por la lluvia de flechas que caían sobre él como enjambre de avispas furiosas, apenas lograba defenderse esgrimiendo su espada. Entonces, entre los guerreros pintados y engalanados con plumas de pájaros, apareció Guarionex dispuesto a rematar al rival con su lanza, pero esta fue frenada por el cuerpo de Guanina.
La joven había aprovechando la confusión para escapar y en un gesto fulminante se interpuso entre el arma y el cuerpo de su amado.
Guarionex no pudo soportar la visión de Guanina muriendo en los brazos de Cristóbal Sotomayor: luego de rematar con saña al enemigo que le había robado a su amor, se suicidó cortándose el cuello con su afilado puñal.
A la hora del crepúsculo, por orden del cacique, los cuerpos de Guanina y Sotomayor fueron enterrados junto al tronco de la ceiba centenaria, en la ribera del río.
Desde entonces —quienes se han atrevido a presenciarlo— dicen que al anochecer las aguas murmuran tristes melodías y la tenue luz de las estrellas danza entre la fronda de los árboles, reflejando las siluetas de Guanina y Sotomayor, por siempre unidos en un abrazo.
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