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Un espiritu histórico no puede tener dudas de que ha llegado el momento de la resurrección del pasado, de la afirmación del presente y la esperanza del futuro. Esto es parte de ello.
La cultura y el poder

La cultura y el poder

Mario R. Cancel Sepúlveda- El triunfo de Rosselló González y el inicio de la era neoliberal demostró dos cosas. Por un lado, para el estadoísmo de la que, se esperaba, fuese la década de la descolonización, el ideal de Luis A. Ferré Aguayo y Carlos Romero Barceló articulado a fines del decenio de 1960 y principios del 1970 era parte del pasado. Aquel liderato que forjó el estadoísmo pujante tal y como se conoce hoy sobre las cenizas del lento proceso de derrumbe del PPD había sido producto de la Era de la Posguerra y la Guerra Fría. Ambos confiaban en el Estado interventor y benefactor, eran parte de la ola de pluralismo que marcó a la sociedad estadounidense en los 60’s y compartían la experiencia del tránsito de Puerto Rico de una sociedad agraria a una industrial en el marco de la dependencia colonial.

Ese conjunto de condicionamientos explica el carácter de la estadidad que buscaban. Ferré Aguayo confiaba en la posibilidad de una “estadidad jíbara” y que nuestra identidad encajara en el pluriculturalismo estadounidense. No solo eso. Su discurso estaba profundamente vinculado a los “humildes” acorde con las posturas democristianas y humanistas cristianas que se articularon con el fin de frenar la amenaza del materialismo y el comunismo en una década llena de tensiones finalistas por motivo del conflicto este-oeste. Romero Barceló continuó aquel discurso atenuando su complejidad: la estadidad era una opción para los “pobres” que buscaba la “igualdad” contravenida por el orden colonial. La idea de que el burgués y el abogado miraban hacia el “abajo social” con propósitos redentores dominaba aquel discurso que, por cierto, resultaba convincente en un país colonial marcado por la disparidad y la pobreza a pesar de los avances de la industrialización.

Es importante reconocer, por otro lado, que el “populismo estadoísta” de Ferré Aguayo y Romero Barceló era una postura ética tan cargada de “pietismo” como el “populismo estadolibrista”. La diferencia era de énfasis: el estadolibrista todavía estaba marcado por su trasfondo rural, mientras que el estadoísta traducía la ansiedad de los “nuevos pobres” de la urbe. La meta utópica de Ferré Aguayo y Romero Barceló era “bajar” simbólicamente hasta los pobres y ayudarlos a “subir” a su nivel. Rosselló González significó una revolución en ese ámbito. El “neopopulismo estadoísta” de de la década de 1990 era un ejercicio distinto. La utopía de Rosselló González era “bajar” simbólicamente hasta el lugar de los “pobres” y conversar con ellos en sus términos como quien comparte la faena diaria como un igual. El “mercado” se encargaría de satisfacer sus necesidades básicas y “neuróticas”, como las llamaba Erich Fromm, pero dejándolos en el “abajo” social: la era del consumo conspicuo había iniciado ya. El elemento común del “populismo estadolibrista” (1938-1947), el “populismo estadoísta” (1967-1972) y el “neopopulismo estadoísta” (1993-2000) siempre ha sido el mesianismo, el paternalismo y la subsecuente infantilización de las clases populares, a fin de garantizar su alianza con el poder.

Por último, el estadoísmo de la década de 1990, el de la era neoliberal y de la Posguerra Fría, no solo miraba en otra dirección sino que miraba con otros ojos. La administración Roselló González favorecía la reinvención de la relación del estado con el mercado en un sentido distinto. El estado interventor y benefactor tendría que abrir paso al estado facilitador. El compromiso prioritario de la esfera pública ya no sería con el “abajo social” o el pueblo sino con el capital. En las tensiones entre el pueblo, el mercado y el capital, el estado se convertiría en un aliado del mercado y el capital

La cultura y el poder

Como era de esperarse, la batalla cultural de la década de 1990 tuvo un carácter particular. No se debe pasar por alto que la década de 1990-1999 abrió y cerró con una reflexión oficial o institucional sobre dos momentos determinantes del pasado colectivo formal de Puerto Rico. La primera de ellas fue la que llevó a cabo entre 1992 y 1993 en torno al descubrimiento/encuentro de 1492 y 1493. Los 500 años de la hispanidad fueron el signo cultural más emblemático de la administración Hernández Colón y un momento de presumible reavivamiento hispanófilo. La revisita al pasado español no podía producir el efecto que había generado en 1910 o en 1930 en el momento del fin de la Guerra Fría pero había quien confiaba en que todavía podía ser eficaz contra la americanización y la estadidad como lo había sido en aquellos contextos.

La efeméride se combinó con otras acciones concretas con el fin de afirmar la identidad puertorriqueña según la había configurado el nacionalismo cultural del 1950 y el 1960. En 1991 se aprobó la Ley # 4 que establecía el español como idioma oficial del ELA, y Puerto Rico recibió el Premio Príncipe de Asturias de letras por su voluntad de afirmar la lengua española. La imagen de la colonia caribeña como un símbolo de la más castiza hispanidad estaba completa. Aquel fue el último gesto cultural del gobernador Hernández Colón a fin de testimoniar la resistencia del país a la estadidad y la absorción por el otro. Su proyecto se apoyaba en una concepción de la puertorriqueñidad que emanaba de la discusión cultural modernista (1920) y que se había reformulado en la Generación de 1930 y en la de 1950. Las ideas culturales del establecimiento cultural no comenzaron a erosionarse hasta que la llamada Generación de 1970 y los intelectuales del 1980 y el 1990, apoyados en las posturas contraculturales del 1968, el socialismo y la crítica a la modernidad, la minaron en el debate académico y en la praxis social.

El esfuerzo de afirmación de los valores hispanos emanado del poder fue reproducido desde otros escenarios de modo alternativo. Entre 1991 y 1993, una junta local de Ponce auspició la conmemoración del primer centenario del natalicio de Pedro Albizu Campos como respuesta contracultural. Lo cierto es que entre el discurso de los populares y el de los nacionalistas, el único diferendo era el de la independencia. Albizu Campos y el nacionalismo compartían la afinidad hispanófila con la misma pasión. El triunfo de Rosselló González organizó una respuesta agresiva al nacionalismo cultural de Hernández Colón. Ante la hispanofilia romántica que reverdecía se antepuso la anglofilia esperanzada y modernizante de las primeros estadoístas republicanos surgidos en el contexto del 1898. Por eso, una vez obtuvo el poder y en cumplimiento de una promesa de campaña, firmó en 1993 firma la Ley #1 que establecía la oficialidad tanto del inglés como del español y que derogaba la Ley # 4 de 1991. Una nueva batalla por la lengua comenzaba en el escenario puertorriqueño. Para el nacionalismo cultural y político la cuestión del idioma seguía teniendo poder de convocatoria en los ’90.

Rosselló González no se limitó a la táctica de anteponer la anglofilia a la hispanofilia. En 1995 autorizó la conmemoración del día de la bandera puertorriqueña pero, a fin de producir el efecto deseado, en 1996 se hizo lo propio con la bandera estadounidense. El hecho de que la bandera de 1895 hubiese sido diseñada en Nueva York por una organización, la Sección de Puerto Rico del Partido Revolucionario Cubano en donde separatistas independentistas y anexionistas compartían tareas, creaba la suficiente incertidumbre en cuanto al sentido político que se le daba a aquella enseña en la cultura popular. Del mismo modo que el nacionalismo apelaba a ella para la independencia, el estadoísmo podía recurrir a ella para su causa. El efecto simbólico de aquella bien pensada campaña era, por un lado, que afirmaba que ya no éramos puertorriqueños-españoles sino puertorriqueños-estadounidenses en el sentido en que los estadoístas republicanos de las primeras décadas del siglo 20 habían afirmado. Por otro lado, descriminalizaba el uso de la bandera puertorriqueña cuya sola posesión, durante la efectividad de la Ley # 53 o de la Mordaza (1948-1956) había sido considerada un delito punible. El “presente” acusaba al “pasado” y reivindicaba una práctica que señalaba a los populares por sus antecedentes autoritarios.

Ese mismo año 1995 se firmó la Resolución # 2283 que autorizaría la celebración de un acto de conmemoración de la invasión de Estados Unidos en 1898. La ofensiva mediática cultural estadoísta continuó en 1996 cuando, en enero, Rosselló González proclamó que Puerto Rico no era, ni ha sido nunca, una nación. El entonces senador Kenneth McClintock Hernández, recomendó que se eliminase el vocablo “nacional” del lenguaje oficial y el exgobernador Ferré Aguayo, apoyó la postura de ambos. La ofensiva cultural pro-estadidad estaba completa. Aquellas decisiones político-culturales de la administración Rosselló González favorecieron una imagen de integración entre Puerto Rico y Estados Unidos que la oposición, popular o no, resintió.

En 1998 se realizó la conmemoración de la invasión estadounidense, evento en el cual el Historiador Oficial Luis González Vales, fue una figura esencial. El resultado de un proyecto intelectual oficial de aquella envergadura debía ser una reflexión colectiva seria en torno a un siglo, el 20, que se había caracterizado por la profundización de las relaciones entre Puerto Rico y Estados Unidos. Sin embargo, el balance crítico del centenario de 1898, como el del 1492 y el 1493 fue, como era de esperarse, desigual. Lo cierto es que no todos los que participaron de la recordación de las dos “invasiones” -yo fui parte de ambos procesos- “celebraron” las mismas. De igual manera, no todos “conmemoraron” del mismo modo.

El forcejeo cultural desde “arriba”, que fue intenso, no puede ser comprendido del todo sin tomar en cuenta que la hispanofilia y la anglofilia no eran sólo discursos culturales, historiográficos y jurídicos o meras presunciones teóricas sin conexión con la materialidad. El laboratorio más eficiente de la anglofilia (antes americanización) era el mercado, la dependencia, el hecho de que al cabo de 100 años el puertorriqueño común podía seguir siendo católico y hablar bien o mal el idioma español pero, como consumidor, no era muy distinto de cualquier otro estadounidense. En el marco del neoliberalismo, eso era más importante que cualquier otro asunto. El sentido que se había adjudicado a la identidad en el Puerto Rico del siglo 20 también había cambiado. A pesar del nacionalismo cultural la asimilación se había impuesto y seguía profundizándose en el puertorriqueño común.

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