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Un espiritu histórico no puede tener dudas de que ha llegado el momento de la resurrección del pasado, de la afirmación del presente y la esperanza del futuro. Esto es parte de ello.
La Sortija de Diamantes

La Sortija de Diamante

—Vengo, querida Mónica, a deleitarme un rato oyéndote cantar y tocar la guitarra.

—Y qué quieres tú que toque, Juanillo?

—Pues la entrada triunfal de don Gonzalo de Córdoba en Nápoles. Quiero oir como imitas los clarines y tambores….

—Pero, hombre, siempre pides lo mismo!

—Eso es para comenzar, después echaremos unas coplas.

—Quita allá! Tú serás buen artillero, pero cantas pésimamente y desafinas que hay que oir….

—En cambio, tu voz es divina y me arroba y encanta como el incienso de la Catedral. Y la guitarra en tus manos, con su punteado me llega al alma. Tan pronto es marcial y bravia cual si fuera el chocar de dos aceros que combaten o amorosa y dulce como la plegaria de una virgen.

—Adulador! Déjate de falsos requiebros!

—Te lo juro por la Virgen del Pilar de Zaragoza.

Y también te digo, que anoche soñé que te había regalado una sortija de diamante, hermosísima, como anillo de boda. Y te advierto, que nos casamos y ponemos un puesto de Aguardiente y Aloja en la plaza de la Verdura.

—Dios te oiga, Juanillo! Pero no me decías en noche pasada, que te ibas a reenganchar, porque eres el mejor artillero del Castillo?

—Y lo soy, mi vida! Pero estoy cansado de servir al Rey y no salir de pobreza. Y, por otra parte, te quiero más que a las niñas de mis ojos!

Ménica era a maravilla una linda muchacha, siempre contenta, vivaracha, donairosa, tarareando con suma gracia seguidillas picarescas, sin malicia. Era una moza de suaves contornos y líneas griegas, piel de aceituna clara y pelo con reflejos azulinos; tenia una sonrisa encantadora y cuando se reía lo verificaba con tal estrépito como si fuera un repique de cascabeles. Amaba a Juanillo, el artillero, con coquetería infantil. Por lo que pudiera propasarse el militar siempre estaba de guardia la tia Brianda, que amaba a la muchacha como si fuera su madre. Pero todos aquellos atisbos furibundos estaban de más, porque Juanillo era de corazón noble y amaba a Ménica sin torcidas intenciones.

Juan Alonso Tejadillo (a) Juanillo, era un guapetón andaluz, de veinte y tantos años, fornido y de pecho varonil. Cara placentera, muy simpático, melifluo, enlabiador e imán de voluntades femeninas. Quiso venir a las Américas espontaneamente y sentó plaza en Cádiz, donde tomó tan a pecho la balística del cañón que llegó a manejarlo con maestría.

Pocos meses después del mimoso diálogo de Juanillo y Mónica, que hemos narrado, apareció frente a la ciudad de San Juan la escuadra de Francis Drake, a copar dos millones, en oro y plata, que estaban en la Capitana de la flota de Tierra Firme, al cargo de don Sancho Pardo y Osorio, fondeada en este puerto. Afortunadamente también estaban en el surgidero cinco fragatas de guerra de S. M. al mando de don Pedro Tello de Guzmán.

La Capital, para esa remota fecha de 1595, no estaba aún amurallada y contaba únicamente con la fortaleza Santa Catalina, hoy palacio residencial del Gobernador. El Morro, no estaba concluido y tenía anexo un fortín llamado el Morrillo.

Inmediatamente fueron guarnecidas las Caletas con buena artillería y se hizo muestra de toda la gente disponible de mar y tierra. También despachó el Gobernador avisos a Santo Domingo, Cartagena y Santa María.

En el Morro había veinte y siete piezas de bronce muy buenas. Entre ellas, un cañón de cuarenta libras de calibre, regalo del rey don Felipe a este fuerte cuando se dió comienzo a su construcción.

Era el magnífico presente, cañón de crujia de la galera real otomana que rindió don Juan de Austria en la batalla de Lepanto.

Juan Alonso Tejadillo, primer artillero del Morro, estaba encargado del cuidado y manejo de esta bien templada carroñada.

La armada de Drake era formidable: veinte y seis velas: entre ellas los navios “Defiance”, “The Elizth”, “Benadventure”, “The Gardlante”, “The Hoope”, “The Adventure” y “The Forefighter”. El escuadrón desfiló frente al Boquerón y vino a fondear al socaire de la isla de Cabra.

Llegada la noche, aprovechó Drake la intensa obscuridad y atacó el puerto con veinte y cinco lanchas, bien tripuladas, las que se metieron de rondón debajo del fuego del Morro y Santa Elena.

Entonces pegaron fuego a las fragatas de la arma da de Tello de Guzmán, echándoles alcancías y bombas de fuego. Desde tierra jugaba la artillería y de las Caletas hacían sus descargas los mosquetes y los pedreros lanzaban abundante metralla.

Al claror del incendio de la fragata “Magdalena”, que llenaba de ráfagas de luz toda la bahía, se pudo rectificar la puntería contra las chalupas enemigas, que tuvieron que retirarse con pérdida de diez lanchas y más de cuatrocientas bajas, pues cada embarcación llevaba unos sesenta combatientes.

Con la luminaria del incendio, Juan Alonso Tejadillo modificó la mira de su cañón turco, pues la Capitana inglesa estaba casi a la entrada del puerto y se distinguía claramente la luz de un ventanillo de popa. La lucecilla parpadeaba sobre las ondas.

Hacia aquella lumbre dirigió el artillero su puntería cuidadosamente. Luego se santiguó e invocó a Santiago apóstol, y sin vacilación alguna aplicó el bota-fuego al oído de la carroñada.

La bala penetró en el comedor del navio ingles y mató a John Hawkin y otros bretones que estaban bebiendo cerveza.

Drake amaba mucho a su pariente y maestro Hawkin, y disgustado por su muerte y por la obstinada resistencia de los españoles, levó anclas al siguiente día y se marchó con rumbo N. O., viniendo avisos del Arecibo y del viejo San Germán de la desembocadura del Guaorabo “que la armada enemiga había pasado por allí camino adelante”.

El gobernador don Pedro Suárez, entusiasmado con la derrota de los enemigos, hizo la merced al artillero Juan Alonso Tejadillo “de una sortija de diamante, por lo bien que había servido a S. M. en aquella jornada y por haber matado a Juan de Aquines”. Así reza el cronicón.

Juanillo regaló el precioso aro a su idolatrada Mónica, como anillo de boda; y cumplido su servicio y obtenida su licencia absoluta pudo casarse, aunque sin caudal ni gajes, y puso un puesto de aguardiente y aloja en la plaza de la Verdura, hoy de Baldorioty.

La linda Mónica, ébria de felicidad, despachaba los vasos de refresco a los parroquianos luciendo orgullosa su sortija de diamante.

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