Lionel Valentín
Publicación autorizada por Lionel Valentín Calderón, artista, escritor y Siervo del Señor.
La isla de Puerto Rico, recién surgida del fondo marino, empieza a cubrirse de vegetación y vida. La habitan diversidad de aves con sus cantos únicos. Un huracán en alta mar trae en volandas a un ave foránea con ansias de poder y riqueza.
La intrusa funda su poder en su capacidad de hablar, un arte que les era ajeno a las aves cantoras. Las aves nativas, impresionadas, le ofrecen todo tipo de favores. Entre ellas, hay un pájaro renegado que desdeña su origen, su lugar y a sus hermanos de especie. El pájaro apocado y taciturno, un guaraguao, se convierte en lacayo de la guacamaya, seducido por sus adulaciones y artimañas.
Asentándose cual reina en la isla, la guacamaya siembra una semilla mágica invocando un maleficio: pasados cien años, produciría frutos que le quitaría años al que lo comiere. Entre tanto manda, exige tributos, bautiza y casa aún a los descendientes de los primeros pájaros isleños. Ha nombrado y establecido denominaciones de los pájaros, determinando su identidad. Al cabo de cien años, busca el fruto del «descumple», pero el árbol exige el corazón de un ser puro a cambio. La guacamaya inflama de odio al guaraguao contra sus congéneres, y le encarga que traiga el corazón de un pichón para ofrendarlo al árbol rejuvenecedor.
La isla está desolada de muerte, y las aves, desunidas y desgarradas, hasta que el pitirre —la única ave cuyo nombre resulta por azar igual que su canto, la única que mantiene su identidad y autonomía— descubre al guaraguao y lo vence. La guacamaya acaba muriendo y el guaraguao seguirá puesto a raya. Desde entonces en los campos de la Patria se escucha en la montaña decir que: «Todo guaraguao tiene su pitirre»
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