Lionel Valentín
Publicación autorizada por Lionel Valentín Calderón, artista, escritor y Siervo del Señor.
Frank H. Wadsworth–Instituto Internacional de Dasonomía Tropical Servicio Forestal del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos de América. Sobre lo que iba a ser Puerto Rico, el sol y las lluvias salobres disolvieron gradualmente las rocas, formando un suelo que se empezaba a acumular alrededor de las raíces de los primeros árboles. De islas vecinas, del continente americano y hasta de África llegaron plantas y animales que se naturalizaron y se convirtieron en especies nativas. Exuberantes aún en los picos de las montañas, los bosques eran apacibles. Atrajeron aves, insectos, anfibios, reptiles y crustáceos, y la corriente de agua sostenía vida en los ríos.
Los bosques de Puerto Rico también hicieron posible que los humanos la pudieran habitar. Unos viajeros flotantes, al ver la isla y sus bosques penetraron los arrecifes y los manglares, arribaron y se quedaron con lo que encontraron. Como el corte de los árboles era labor muy ardua, abrieron el bosque solamente para sus bohíos, bateyes y cultivos. Las necesidades de la vida eran provistas por el pescado, los mariscos costaneros, las frutas, el maíz, la yuca, la calabaza, las batatas y las plantas medicinales. Eran productos de la vegetación, el suelo y el agua de los bosques. Sostenían miles de taínos borinqueños antes de llegar Colón. Los invasores europeos también usaron los bosques. Exportaron troncos de árboles grandes de ausubo para mástiles de buques de guerra. Construyeron con las maderas locales sus edificios, cercas, muelles, puentes, muebles y herramientas. En el campo, copiaron de los taínos las casas de tablas de palmas, yaguas y pencas. Para subsistir, deforestaron predios (conucos) con hachas y cultivaron los suelos forestales de casi toda la isla. Ante la ausencia de medios efectivos de transporte, muchos de los árboles cortados fueron quemados. Durante siglos los suelos sostuvieron una población mucho mayor que la de los taínos. Cuando comenzó a producirse cemento localmente, la industria de construcción abandonó la madera. El queroseno sustituyó la leña y el carbón en las cocinas. Entonces una emigración de campesinos devolvió terrenos extensos a la naturaleza. En la ausencia humana, el clima benévolo reforestó la mitad de Puerto Rico, empezando así la restauración del suelo, las aguas, la fauna y la madera.
Los indígenas de Puerto Rico vivían mayormente cerca de los ríos y de la costa para poder pescar. Usaban pencas, yaguas y la madera de los troncos de palmas nativas para sus bohíos y salían poco durante el calor del mediodía. En esta fotografía tomada cerca de la boca del río Loíza hay un bohío muy similar al que construían los taínos. Las palmas de cocos fueron introducidas por los colonizadores. Todas las posesiones de los indígenas, sus bohíos, canoas, hamacas y herramientas se derivaron de los bosques. Los árboles que producían las maderas más útiles, como el ausubo, el capá y el guaraguao todavía llevan sus nombres indígenas. Los restos muy duraderos de las columnas que sostenían algunos bohíos fueron encontrados mucho más tarde por campesinos que cultivaban el suelo.
Los bosques que penetraron los indígenas eran como éste, en El Verde: espesos y repletos de productos útiles. Había una variedad de madera para todos los usos, desde las más livianas hasta algunas tan pesadas que no flotaban. Los troncos gruesos sirvieron para canoas. También había postes duraderos y cortezas buenas para hacer soga. Dondequiera había leña para preparar el pescado y el casabe. Había abundancia de plantas, muchas de ellas con propiedades medicinales. Habían además cotorras y jutías (un roedor grande ya extinto). En los ríos abundaban las buruquenas (un tipo de cangrejo), los camarones y los peces.
Los bosques de los mogotes, localizados más cerca de la costa, contenían madera dura de moralón para postes, úcar para la construcción y cupey para amarrar barriles. Allí también se encontraron tres de las maderas más preciosas para muebles: el cedro hembra, el aceitillo y la maga. El yaití y el jagüey blanco se usaron para instrumentos musicales y el almácigo era medicinal. De las semillas del árbol de cojóbana se extraía un estimulante usado en las ceremonias indígenas.
Los bosques de la costa sur eran tan espesos como los de la costa norte. Eran más bajos pero tenían árboles grandes de ceiba (usados para canoas) y cóbana negra y cascarroya para postes duraderos. Había también barbasco , cuyo follaje adormecía los peces, el mabí con corteza que se fermenta para producir la bebida del mismo nombre y guanábanas y guácimas con frutos comestibles. En las lomas cerca de Guánica estaba el bosque más seco, con maderas duras como guayacán, guayacán blanco, tachuelo y bariaco, además de varias especies medicinales. Este bosque, lleno de árboles pequeños, de crecimiento lento y madera dura, proveyó excelente leña y carbón para la población de la costa sur. Allí también crecía el árbol de tea, cuya madera contiene tanta cera que hasta hace poco se usó para prender los fogones en las cocinas. Un resultado de la explotación de la leña de estos bosques fue el aumento en el número de cactos.
Los manglares que cubrían las costas eran tan accesibles y uniformes que fueron muy utilizados. Acostados repetidas veces por los huracanes, debido a su suelo blando, los manglares siempre están recuperándose. La próxima fotografía corresponde a un predio de mangle blanco en el Bosque de Aguirre que data del huracán San Felipe de 1928. Los árboles de mangle se usaban para postes, leña y la pesca de cangrejos. Las ramas curvas del mangle se usaban para la construcción de botes y el tanino de las cortezas se aplicaba a las sogas marinas y de pescar para preservarlas. El drenaje de este suelo con el propósito de sembrar caña de azúcar redujo el área de los manglares a menos de la mitad de su extensión anterior.
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