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Un espiritu histórico no puede tener dudas de que ha llegado el momento de la resurrección del pasado, de la afirmación del presente y la esperanza del futuro. Esto es parte de ello.

Quiénes eran los taínos

Manuel A. García Arévalo -Cuando se produjo el descubrimiento de América, los taínos ocupaban considerables extensiones de las Antillas Mayores, esto es, Borinquen o Puerto Rico, casi toda la Española o isla de Santo Domingo, la región oriental de Cuba y posiblemente parte de Jamaica. Se definían a sí mismos como hombres buenos, «es decir nobles y prudentes y no caníbales». Sus antecedentes inmediatos pueden rastrearse en las antiguas oleadas migratorias pertenecientes a los grupos arahuacos originarios de la región nororiental de Sudamérica, que siglos atrás habían penetrado paulatinamente en las islas antillanas, desplazándose hacia el oeste de una isla a otra, siguiendo la dirección de los vientos y de las corrientes marinas.

Es necesario señalar que nunca existió un predominio total de la cultura taína en todas las Antillas, sino una marcada influencia en varios territorios. Como ya se ha comentado en páginas anteriores, las fuentes etnohistóricas y las evidencias arqueológicas señalan la presencia de otros grupos, como los guanahatabeyes y ciboneyes en los extremos occidentales de Cuba y la Española, respectivamente, así como los macoriges y ciguayos en el norte de esta última, y los caribes, que ocupaban algunas de las Antillas Menores, desde donde se desplazaban en incursiones guerreras a las Grandes Antillas. Los caribes penetraron tardíamente a esas islas desde zonas de Guayana, y su identificación arqueológica ha tenido lugar recientemente en San Vicente y Granada.

El proceso de adaptación al medio insular por parte de los primeros pobladores arahuacos y sus interacciones con los arcaicos que les precedieron culminaron con la gestación de la cultura taína, cuyos inicios se remontan a unos 300 años antes de la llegada de los conquistadores españoles. A diferencia de las bandas arcaicas –que basaban su subsistencia en la recolección, la caza menor y la pesca–, los taínos solo hicieron uso de estos recursos de apropiación del medioambiente como complemento de su dieta, ya que el dominio de sofisticadas técnicas agrícolas les permitió una producción regional intensiva y la consiguiente acumulación de excedentes alimenticios, lo que posibilitó el establecimiento de aldeas permanentes y populosas regidas por la voluntad de los caciques. De modo que cuando arribaron los conquistadores, a finales del siglo XV, la sociedad taína se encontraba en el umbral de la etapa cultural conocida como «señorío», con el surgimiento de jefaturas sociales iniciales llamadas «cacicazgos », que derivan del término aborigen cacique. Su patrón de asentamiento era sedentario y jerárquico, y mostraba el nivel de evolución socioeconómico y cultural más elevado entre los grupos indígenas que poblaron el área insular del Caribe.

Su aspecto físico es conocido básicamente a través de las descripciones de los cronistas europeos. De estos apuntes se puede colegir que eran de baja estatura. Su piel, de color cobrizo, la veía Colón «de color aceituno como los canarios o rústicos tostados con el sol». Eran lampiños, de cara ancha, con pómulos muy pronunciados, labios un poco gruesos y buena dentadura. Tenían el pelo negro, grueso y lacio, «casi como sedas de cola de caballos», y lo cortaban por encima de las cejas, a diferencia de los ciguayos, quienes llevaban el pelo largo y lo ataban atrás con una redecilla en la que insertaban plumas de papagayo (Temnotrogon roseigaster) y de cotorra (Amazona ventralis).

Los taínos se deformaban el cráneo. A los niños se les colocaban dos tablillas de palma atadas con bandas de algodón, una sobre el hueso frontal y otra en el occipital, con lo cual se lograba que, al crecer, la frente luciera achatada. Se perforaban el labio inferior y los lóbulos de las orejas con la finalidad de introducir en ellos bezotes y pasadores transversales, llamados en su lengua taguaguas. Algunos de estos adornos faciales eran de oro o de guanín, especie de oro bajo con aleaciones de cobre que los indios estimaban mucho. También usaban plumas decorativas para realzar su apariencia, como la generalidad de los aborígenes americanos. Dada la naturaleza deleznable de estas, no se han conservado, por lo que no tenemos una idea bien definida de los adornos plumarios, que debieron tener gran belleza por su brillantez y cromatismo. Los taínos andaban desnudos y llevaban en brazos y piernas unas ligas o fajas tejidas de algodón llamadas coiros, aunque algunas mujeres casadas utilizaban un pequeño delantal púbico o faldellín, también de algodón, denominado nagua, que presentaba delicados dibujos entrecruzados. En ocasiones, los caciques portaban cinturones y lucían en la cabeza bonetes y bandas a modo de diademas, a los cuales fijaban láminas de oro y pequeñas carátulas, al igual que amuletos o fetiches protectores.

Por las descripciones de los cronistas sabemos que tenían el hábito de pintar el rostro y el cuerpo, así como muchos de sus objetos rituales y cotidianos, usando para estas aplicaciones decorativas tintes de origen vegetal extraídos de la jagua (Genipa americana L.) y de la bija (Bixa orellana L.), entre otras sustancias tintóreas. Colón fue el primero en llamar la atención sobre la pintura corporal de los indígenas antillanos, práctica a la que hace múltiples referencias en su Diario. Durante su periplo por la costa norte de Haití, al describir las características de los habitantes del cacicazgo de Guacanagarí, escribe: «Verdad es que todos se tiñen, algunos de negro y otros de otra color y los más de colorado; he sabido que lo hacen por el sol, que no les haga tanto mal». El Almirante, con una aguda capacidad de observación, señala que la pintura corporal, además de su evidente función decorativa, servía para proteger la piel de la constante exposición al sol y para repeler mosquitos y demás insectos, entre otras propiedades terapéuticas. Hacían uso de esta práctica decorativa en los bailes o areitos y en los rituales de invocación a los ídolos o cemíes. Lo mismo ocurría para intimidar a sus enemigos en las incursiones bélicas, ya que las pinturas faciales y corporales les permitían transmitir coraje y ferocidad ante sus oponentes. Aunque de carácter efímero, estas decoraciones podían ser de gran creatividad y sutileza artística a partir de diseños esquematizados que se corresponden con estilos decorativos tradicionales, algunos de ellos inspirados en visiones inducidas por la ingestión de sustancias alucinógenas.

Los motivos pictóricos corporales, además de realzar la apariencia personal, servían como código simbólico y de expresión identitaria de los diversos linajes y clanes tribales, lo que diferenciaba a sus portadores de otras etnias aborígenes. En los yacimientos arqueológicos se han localizado numerosas pintaderas o sellos de barro que ofrecen en su conjunto una diversidad de motivos con trazos geométricos que debieron emplearse para la decoración corporal y para estampar los tejidos de algodón. Las pintaderas presentan dos tipologías bien diferenciadas: una cilíndrica y otra aplanada. Las cilíndricas se utilizaban como rodillos para estampar diseños repetitivos que formaban vistosas estelas decorativas. Las aplanadas, cuya forma más típica es discoidal, aunque también las hay rectangulares y elípticas, presentan usualmente motivos decorativos por ambas caras, luciendo una gran diversidad de diseños incisos y punteados de carácter esquematizado. Algunos de estos sellos planos tienen en una de sus caras un saliente cónico que sirve para agarrar la pieza, o bien exhiben representaciones figurativas, generalmente, estilizaciones batraciformes, que contienen en algunos casos bolitas de barro cocido o piedrecitas sueltas que convierten el sello en una sonaja.

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