Antonio Quiñones Calderón- Para estos días, surge la posibilidad de que la Isla sea uno de los 18 estados de la nueva república española, cuya constitución se discute en las Cortes. Los liberales se alborozan con la idea y como consecuencia dan por terminado su pacto con el Partido Progresista Democrático Radical de España y se unen al Partido Republicano Federal. De paso, cambian su nombre (Partido Liberal Reformista) por el de Partido Federal Reformista. La acción liberal se aparta de su ideario autonomista hasta entonces fielmente expuesto. El 4 de septiembre de 1873, establecida la Primera República Española, el gobernador Primo de Rivera promulga una nueva ley, aprobada por las Cortes el 6 de agosto anterior, en virtud de la cual se hace extensivo a Puerto Rico el Título 1ro. de la constitución española de 1869, cuyo Artículo 1ro. establece: «Son españoles: –1º. Todas las personas nacidas en territorio español. –2º. Los hijos de padre y madre españoles, aunque hayan nacido fuera de España. –3º. Los extranjeros que hayan obtenido carta de naturaleza. –4º. Los que, sin ella, hayan ganado vecindad en cualquier pueblo del territorio español. La calidad de español se adquiere, se conserva y se pierde con arreglo a lo que determinen las Leyes». En el resto del articulado se garantizan los derechos civiles de los ciudadanos españoles. Labra llama a esa ley, «el Bill de Derechos de Puerto Rico», y Acosta la cataloga como «la salvaguardia de los derechos imprescriptibles de la personalidad humana».
A finales de octubre de 1873, un decreto real acaba con las facultades dictatoriales que acompañan a los gobernadores españoles de las provincias – en virtud de otro de mayo de 1825 –, y se evidencia cierto grado de desarrollo político en la Isla. Pero el 3 de enero de 1874 cae la república española. Retrocede Puerto Rico en su camino hacia el desarrollo político. Nuevamente se halla en la Isla como gobernador el funesto general José Laureano Sanz, quien pasa a sacar a Puerto Rico del Título 1ro. de la constitución de 1869 y a eliminar los avances en las áreas de libertad de prensa y asociación, de la ley electoral y de la Diputación Provincial. Nuevas elecciones son convocadas para febrero de 1876. Los conservadores se convierten en los candidatos favorecidos de todas maneras por el gobernador Sanz y los liberales deciden ir al retraimiento. En consecuencia, son elegidos los 15 candidatos conservadores a Cortes.
Antes de entrar a considerar lo ocurrido a partir de 1876, vale que nos detengamos, aunque sea brevemente, a examinar la enardecida defensa del pueblo puertorriqueño hecha por uno de nuestros más ilustres poetas del siglo 19, el arecibeño José Gualberto (El Caribe) Padilla. Ha ocurrido, como queda narrado, el Grito de Lares, gesta que el régimen español sencillamente ha ignorado. Hay efervescencia patriótica en la Isla. Se siguen buscando reivindicaciones por parte del régimen. Por esas fechas llega a Puerto Rico, desterrado desde su patria, España, un joven poeta de nombre Manuel del Palacio. Es enviado a la Isla como castigo por haber escrito un soneto considerado por el régimen español como injurioso contra un general mandón. Aquí, narra Manuel Fernández Juncos en el prólogo del poemario En el Combate, se le recibe con la hospitalidad propia de los puertorriqueños, «con entusiasmo, generosidad y largueza… Banquetes, festines, giras deliciosas por lo más florido y ameno de estas admirables campiñas, recepciones y veladas espléndidas, auxilios y recursos en abundancia, todo cuanto podía contribuir a hacerle agradable su forzada visita lo tuvo D. Manuel del Palacio en San Juan, Ponce, Coamo y en todas las poblaciones que visitó». Al despedirse para regresar a su tierra, expresa verbalmente su agradecimiento por la generosa hospitalidad recibida, pero al llegar allá se dedica a escribir y publicar un «desgraciado romance» (p’s. 11-26), en el que lanza las más abyectas diatribas contra el pueblo que le ha acogido como a uno de los suyos. Entre otras lindezas sobre la Isla, publica Del Palacio en un periódico satírico español:
«…A dar un terrible salto,
y me largué a Puerto Rico.
Con un humor de mil diablos
llegué por fin y allí empieza
la historia de mis quebrantos.
Que hasta allí todo fue gloria
pues nada me costó un cuarto,
y es una cosa muy buena
lo de viajar pensionado.
¡Puerto Rico! El solo nombre
cebo fue a muchos incautos,
pero ya tiene de rico
lo mismo que yo de santo.
Ya solamente es un puerto,
y como puerto, muy malo,
por más que al tratar la gente
se ve que es un puerto franco.
Allí hay negros a montones
que van sucios y descalzos,
sin pensar en otra cosa
que en su machete y su gallo.
Andan a pie los correos
y los mendigos en jaco,
los gallos por las aceras,
y el pueblo por los tejados.
Se bebe más ‘brandy’ que agua
si anda este líquido escaso,
pero en cambio cuando llueve
algo más de lo ordinario,
desde sus mismos balcones,
pescan los vecinos barbos.
Si uno se moja, la cama;
si se hace una herida, el pasmo;
si le da un relente, el médico;
si la fiebre, el catafalco.
Todo el año se disfruta
de las delicias del campo,
pero hay arañas que matan,
mosquitos que dan sablazos,
niguas entre cuero y carne
se alojan de vez en cuando,
y cangrejos que en mordiendo
son como los moderados,
que antes de dejar la presa,
se dejan hacer pedazos…
Allí la vida es la hamaca,
la gran distracción, el baño,
la suprema dicha, el baile,
el mejor manjar, el plátano…».
El Caribe, al tomar conocimiento de la burla injuriosa contra su patria por alguien que sólo debe tener agradecimiento, o si no, respeto por un pueblo que le ha tratado con tanta deferencia, decide lanzarse a defenderla «con la indignación e intrepidez de un buen hijo ante el agravio inferido a su propia madre; y de la razón y oportunidad de esta defensa da elocuentísimo testimonio el aplauso que todavía resuena en el país, y que resonará mientras quede en Puerto Rico un corazón puertorriqueño», a decir de Fernández Juncos. Las apasionadas respuestas de José Gualberto Padilla a Del Palacio se publican primero bajo el sencillo título de «A Manuel del Palacio», pero luego se han de bautizar «Para un Palacio, un Caribe» y han de tener gran repercusión tanto aquí en la colonia como en la metrópoli, donde circulan anónimamente. Es claro que bajo el régimen de opresión que padece la Isla le resulta dificultoso a El Caribe ir directamente al grano para situar donde corresponde (el propio régimen) la responsabilidad del estado en que se halla la Isla – no al extremo injusto y exagerado como la pinta Del Palacio –. Vamos a ver tan sólo algunos de los párrafos que con tanto amor por su patria escribe El Caribe como respuesta a los insultos recibidos:
«A tu mordaz agresión
contra nuestra Borinquén,
acaso fuera el desdén
la mejor contestación,
que acreditara buen juicio
al hacer muy poco caso
de las gracias de un payaso
que las dice por oficio;
mas los que en este país
por dicha y honra nacimos,
jamás la mofa sufrimos
de ningún chisgarabís…
Por eso yo te replico,
y a tus cuatro vaciedades,
contesto cinco verdades
en nombre de Puerto Rico.
Dices que sólo hay pobreza
en este fecundo suelo…
¡Sabe el cielo… sabe el cielo
qué se hace nuestra riqueza!
Tal vez, si bien lo examinas,
pudieras tú desde allá
decirnos: ¿en dónde está
el oro de nuestras minas?
¿En dónde el fruto mejor
de esta tierra producente?
¿En dónde de nuestra frente
el abundante sudor?
Dínoslo de buena fe,
sin ambages y sin miedo;
dilo tú, que yo no puedo.
Porque… ¡bien sabes por qué!…
Con eso aprendan tal vez
algunos de mis paisanos,
a no andar besando manos
y a tener más altivez.
Con esa dura lección
huyan quizá del abismo
del hediondo servilismo,
y la odiosa adulación.
Y cuando por estas zonas
otro venga a darse tono,
no alzarán ellos el trono,
ni tejerán las coronas…
Vuelvo aquí a mi muletilla:
desde el Pirene a los Andes,
los grandes sólo son grandes
para aquel que se arrodilla…
Pues ten, Palacio, entendido
que en esta cuestión solemne,
hemos de reñir entrambos
como dos gallos ingleses;
Tú, atacando a Puerto Rico,
yo, defendiéndole a terne,
hasta quedarnos sin plumas
sin alas y sin copete.
Ten entendido, Palacio,
y no a la espalda lo eches,
que no cantarás victoria
mientras El Caribe aliente;
que no has de soltar la lengua
sin que yo te la refrene:
que no se ha de abrir tu boca
sin que yo no te la cierre,
y que vengas como vengas
siempre me hallarás de frente;
que no he de ceder el paso
a un villano mequetrefe,
difamador por costumbre,
por índole maldiciente,
desvergonzado por vicio,
sarcástico por juguete,
culebra por el carácter,
por el oficio serpiente.
Tú dirás que me desmando,
yo diré que lo mereces,
que tú el agresor has sido,
tú el que osado e imprudente
con torpes chocarrerías
por echarla de cadete…».
No tiene desperdicio este emocionado canto de amor a la patria puertorriqueña. Y no sería exagerado pensar que constituyó un gran aliento en la lucha que seguiría en la búsqueda desesperada de los puertorriqueños por lograr su gobierno propio. Sigamos ahora con el proceso electoral de la época.
La próxima elección de diputados se efectúa en abril de 1879. Ésta se celebra bajo las disposiciones de una nueva ley electoral de diciembre de 1878, la cual establece que son electores «todos los españoles mayores de veinticinco años que fueran contribuyentes dentro o fuera del Distrito por la cuota mínima para el Tesoro de ciento veinticinco pesetas anuales, por contribución territorial o por subsidio industrial o de comercio; los individuos de los Cabildos eclesiásticos, los Curas párrocos y sus tenientes o coadjutores; los Oficiales Generales del Ejército y la Armada exentos del servicio y los jefes y oficiales militares y marinos retirados con goce de pensión por esta cualidad o por la Cruz pensionada de San Fernando, aunque fueran de la clase de soldado; los que llevando dos años de residencia por lo menos en el término del Municipio, justificaran su capacidad profesional o académica por medio de título oficial; los pintores y escultores que hubieran obtenido premio de primera o segunda categoría en las Exposiciones nacionales o extranjeras; los relatores o secretarios de Sala y escribanos de Cámara de los tribunales Supremos o Superiores, los notarios y procuradores, los escribanos de Juzgados y los agentes colegiados de negocios que se hallasen en los casos que los profesionales, los profesores y maestros de primera y segunda enseñanza que tuvieran título y, asimismo, los empleados activos de todos los ramos de la Administración pública de las Cortes, de la Casa Real, de las Diputaciones y Ayuntamientos que gocen, por lo menos, de dos mil pesetas anuales de sueldo y los cesantes y jubilados, sea cualquiera su haber, y los jefes de administración cesantes, aunque no tuvieran haber alguno». Esta nueva y restrictiva ley electoral – elitista como la anterior – tiene el efecto de reducir a no más de 3,000 personas el cuerpo electoral de la Isla. De hecho, votan en esta elección apenas 2,140 electores. Son elegidos once diputados conservadores y cuatro liberales. Antes de la siguiente elección (del 20 de agosto de 1881), el Partido Conservador se reúne en asamblea (el 15 de agosto de 1880) y acuerda trocar su nombre por el de Partido Español sin Condiciones o Partido Incondicional. Al determinar su «Base Fundamental», expone: «El Partido Español sin Condiciones o conservador de la nacionalidad tiene por fin supremo de su existencia el velar por la conservación de la integridad nacional en Puerto Rico»; y en sus «Bases Doctrinales», señala que el objeto del Partido Español sin Condiciones es cooperar, por todos los medios, al mantenimiento del orden público en cuanto sea compatible este objetivo con la base fundamental; que «el partido no participará en los cambios políticos en la Metrópoli y apoyará incondicionalmente a todo gobierno español constituido en cuanto sea útil y necesario a la citada Base Fundamental», y proclama como deber de todo buen conservador de la integridad «la más completa obediencia al Jefe del Partido, a los Comités Centrales y Locales, en su caso, debiendo cada cual sacrificar sus aficiones y prevenciones en aras de la unidad colectiva».
En la elección del 20 de agosto de 1881, el Partido Incondicional logra elegir catorce de los 15 diputados en contienda. Los liberales (que apenas logran 131 votos en esta elección, frente a los 1,868 de los incondicionales) se hallan en un estado de crisis profunda. Sólo le permiten algún respiro los escritos y la oratoria que comienza a propalar Román Baldorioty de Castro. Tres meses después de esta elección, el gobierno español aprueba la ley de reuniones públicas de la Península, que establece que el derecho de reunión pacífica puede ejercitarse cuando la reunión sea pública y se dé conocimiento escrito o firmado del propósito, sitio, día y hora de la reunión 24 horas antes a las autoridades. Para esta misma época, el gobierno español declara su propósito firme de aplicar una política totalmente asimilista en las Antillas, lo que provoca una seria división en el seno del liderato liberal. La elección del 27 de abril de 1884 representa otro triunfo sólido para los incondicionales, que eligen doce de los 15 diputados. Los liberales aumentan sus votos esta vez a 299, frente a los 1,902 de los incondicionales. Pero nuevamente, como en las anteriores elecciones, se denuncian graves irregularidades y artimañas atribuidas a los dirigentes del Partido Incondicional con el respaldo del gobernador español de turno. Aquí debemos detenernos para observar las consecuencias en la Isla del advenimiento al poder en octubre de 1883 – poco antes de la elección antes citada – de un nuevo gobierno en España, al amparo del Partido de la Izquierda Dinástica, y el eventual surgimiento del autonomismo puertorriqueño organizado. Con el nuevo gobierno, los angustiados liberales muestran gran regocijo, confiados en que éste ha de cumplir las promesas de proveer las reformas y transformaciones que la vida puertorriqueña demanda. El periódico El Clamor del País, órgano del Partido Liberal Reformista, urge que se lleve a cabo la reorganización del partido, que desde hace algún tiempo se viene planteando. Para ello, exige la celebración de una asamblea general. Los otros periódicos liberales de la época acogen con entusiasmo la idea de El Clamor. Se debaten entonces, vivamente, en las filas liberales dos opciones políticas: una, la de una autonomía político-administrativa, tipo Canadá; la otra, una autonomía meramente administrativa con asimilación política. Baldorioty de Castro – que viene descollando como uno de los más preclaros hombres del liberalismo – encabeza la idea de la autonomía política y administrativa. La segunda opción es encabezada desde Madrid por Rafael María de Labra, y en la Isla por Manuel Fernández Juncos, José de Celis Aguilera y José Julián Acosta. Seguidamente, los conservadores atacan la autonomía como «un disfraz para el separatismo». El 11 de noviembre de 1883 se celebra en la residencia de Calixto Romero Togores una reunión de delegados de los liberales de 55 de los 71 pueblos entonces existentes, y en la misma se aprueba una nueva constitución para el partido, de tendencia claramente asimilista. Luego de un intenso debate entre autonomistas y asimilistas dentro del liberalismo, acuerda la reunión el siguiente programa político:
«Primero.– El Partido Liberal Reformista de Puerto Rico declara que su procedimiento político es el de la asimilación, a fin de alcanzar para los moradores de esta provincia la plenitud de la ciudadanía española, que es hoy su fundamental objetivo.
Segundo.– El Partido Liberal Reformista de Puerto Rico declara también que considera como parte integrante de la ciudadanía española la identidad de derechos y deberes políticos entre españoles peninsulares y puertorriqueños, sin discrepancias ni modificación alguna.
Tercero.– Declara asimismo el Partido Liberal Reformista de Puerto Rico que es igualmente parte integrante de aquella ciudadanía la identidad entre españoles peninsulares y puertorriqueños, por lo que toca al orden jurídico y judicial, sin más diferencia respecto al último que la que haga necesaria en los términos judiciales la distancia que separa a la metrópoli de esta provincia.
Cuarto.– Declara, por último, el Partido Liberal Reformista de Puerto Rico que juzga indispensable para la prosperidad y buen gobierno de esta comarca la descentralización administrativa y tan amplia como la tienen y la tengan en lo sucesivo las provincias peninsulares y, desde luego, en armonía con la vida peculiar de nuestras localidades y, por tanto, de la Isla, considerada en conjunto. En virtud de ello, los liberales reformistas creen deber suyo trabajar sin descanso para el logro de la descentralización administrativa».
También se aprueba en la reunión una resolución que declara que el partido apoya todo gobierno que acepte y realice la política asimilista, afirmando que la oposición sistemática a todos los gobiernos no ofrece buenos resultados. En enero de 1884 cae el gobierno español de la izquierda dinástica y es sustituido por el del Partido Liberal Fusionista Español, que encabeza Gabriel Cánovas del Castillo en su regreso al poder español. Se acentúa entonces el empeño de reorganizar el liberalismo. Y se acentúa también la pugna entre autonomistas y asimilistas en el seno de la colectividad. En tanto, en abril de 1886 se efectúa la nueva elección para elegir los diputados a las Cortes. Nuevamente, los incondicionales propinan una aplastante derrota a los liberales, al elegir doce de los 15 diputados. Los primeros logran 1,074 votos frente a 326 de los segundos.