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Un espiritu histórico no puede tener dudas de que ha llegado el momento de la resurrección del pasado, de la afirmación del presente y la esperanza del futuro. Esto es parte de ello.
Una visita de ultratumba

Una visita de ultratumba

Cayetano Coll y Toste -Doña Leonor Ponce de León, la hija más pequeña del Conquistador del Boriquén, casó con el doctor don Antonio de la Llama Vallejo, sucesor en el gobierno de esta isla, del licenciado don Diego de Caraza; y a la vez, juez de residencia.

Vallejo era todo un hombre, buen mozo, altivo, cumplidor de sus deberes y amante cariñoso de doña Leonor, la que correspondía con su entrañable afecto de criolla vehemente a los pulidos extremos de su enamorado galán. Fué preciso dar tregua a sus coloquios de amantes esposos, porque Vallejo tenía que llevar a la Corte, personalmente, el juicio de residencia de Caraza, para resolver ante el Consejo de Indias, algunos puntos obscuros de la gobernación de este prócer y astuto letrado. Por tanto, embarcó Vallejo en la carabela Santa María de los Remedios, de Juan de Alaminos y quedó doña Leonor sumida en acerbo llanto en el rincón solitario de su hogar, consolándose únicamente ante el milagroso Cristo de los Ponce, cuando postrada de rodillas en la iglesia de Santo Tomás de Aquino, le pedía al Redentor un feliz viaje para su consorte y un pronto regreso a sus suaves y acariciadores brazos.

Cada mañana iba la consecuente dama, con el vago ensoñar de su forzada y tediosa soledad, a espiar el horizonte marítimo y vislumbrar tal vez la señal indicadora del retorno de su querido Vallejo. Tiempo perdido. Después de tres meses de angustias e insomnios, vinieron nuevas de España de que la nave de Alaminos había zozobrado frente a las costas de Portugal, ahogándose el gobernador Vallejo y salvándose tan sólo parte de la tripulación.

Fué tan rudo el golpe para la infeliz doña Leonor, que melancólica y febril postróse en cama y negóse a tomar alimento y a recibir visitas. Después de aguda enfermedad quedó la consecuente dama sumida en honda pena y se apoderó de ella una profunda tristeza, por lo que se pasaba todo el día recogida en el lecho, con la cabellera destrenzada, rezando por el eterno descanso de su desgraciado esposo y rogando al Cielo dispusiera de su vida para ir a reunirse con su marido en la eterna mansión de los justos.

Toda la familia se desesperaba del abatido estado de doña Leonor, esperando de un momento a otro un fatal desenlace. Un día, a plena luz, según cuentan viejos pergaminos, entró en la casa un hombre, vestido a estilo de los médicos de la época, con cuello alto y guantes grises, desconocido en la ciudad, y se encaminó rectamente al aposento de doña Leonor, sin anunciarse, ni tomar guía, ni hablar a nadie de la servidumbre, y cerró la puerta tras él.

¿Qué pasó entre el desconocido visitante y la melancólica dama? No lo dicen los antiguos papeles. Pero nadie vió salir del aposento al extraño doctor, que se evaporó como visión fugaz. Y la desconsolada viuda, rehabilitada por aquella célica visita, comenzó a consolarse, se curó de su neuropatía y volvió a hacer vida regular entre sus adeptos y familiares.

Y termina. el cronista Torres Vargas, narrador de este suceso, diciendo «que Dios busca los medios, que sabe que más importan para nuestro remedio», A lo que podemos añadir, que este hecho, maravilloso y sobrenatural, se explica hoy aceptando la comunicación de los seres de un mundo invisible con los de la tierra, de lo que dan testimonio probatorio algunos escritores, considerando esas apariciones como manifestaciones reales de la vida psíquica entre unos y otros seres.

Hay autores, más fisiólogos que psicólogos, que consideran estas manifestaciones como una autosugestión mental del propio individuo, negando en absoluto los fenómenos de la vida a distancia, los sueños premonitores y la telepatía.

La ciencia, que ha transformado el mundo, sacará incólume la verdad del seno de todos estos hechos maravillosos, «La tierra, dice un gran pensador, es un punto sombrío con alrededores ilimitados de brama y espacio, y todo el infinito se estremece cuando tocamos un átomo.»

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